Nadie escribe cartas. Muchos no entenderían el placer de recibir el llamado del cartero, la emoción de tocar un sobre con estampillas de lugares lejanos, la utilidad de aquellos artísticos estiletes (armas de temer en las manos de algún personaje de Aghata Christie) para abrir el sobre, y la ansiedad al desdoblar el crujiente papel de “avión” y leer lo que a miles de kilómetros alguien escribió, generalmente con mano temblorosa,