Opinión

Ganar los partidos para la democracia real

Ganar los partidos para la democracia real

Dicen que no parece una cuestión ideológica, siquiera en sus matices políticos, asociativos o sindicales, que el enconamiento y la distancia, el rencor y la ignominia, manan con fluidez del partidismo endogámico y del personalismo ególatra, del férreo control de los aparatos y las directivas –de las listas y de los presupuestos, y, si se puede, de la Justicia–, de la exclusión del espíritu crítico y de cualquier afán de consenso, incluso entre los de carné. Habrá excepciones, mantengo yo, pero eso es lo que en verdad se escucha en tabernas y conciliábulos, en las redes y en las tertulias, en la playa y en la montaña.

Las sedes políticas, sindicales, incluso empresariales, eso comentan, ni son santas, ni preclaras, ni transparentes, ni democráticas, más que en lo formal. El capricho, la improvisación o las formas se someten al interés momentáneo; las decisiones solo se aplauden por los fanáticos, los asesores de “confianza”, los apesebrados, los que han logrado sobrepasar puertas giratorias o los sobrecogedores, se supone que legales. Añaden que de los líderes principales emana luz estatutariamente protegida, refrendada en primarias y ejecutivas, en comités y reuniones, sin concesiones. Y, aunque no se refieren a monarquía alguna, puntualizan, el panorama recuerda a Calderón cuando, hablando del poderoso padre de Segismundo, dice “Sueña el rey que es rey, y vive / con este engaño mandando,/ disponiendo y gobernando;/ y este aplauso, que recibe/ prestado, en el viento escribe (...)”.

Lo significado va más allá, recuerda a un huracán devastador, a un panorama de desolación. Uno se pregunta si puede permitirse trasladar a sus propios ciudadanos sensaciones tan desalentadoras un país moderno, europeo, audaz, vanguardista como es España, con una gran deuda pero con una economía en apariencia resistente, destino elegido por casi 100 millones de turistas y miles de exiliados e inmigrantes, en lo fundamental iberoamericanos, que desean emular nuestro modelo de vida; si una nación en general segura, con relativa paz social. Entre las principales cuestiones están: ¿Es posible que eso solo sea debido al capricho y a las ambiciones de los líderes? ¿Al pasotismo social? ¿A la sociedad subvencionada o dependiente? ¿A las clases pasivas? ¿A la falta de medios de comunicación independientes y críticos? ¿A la falta de estrategia a medio y largo plazo? ¿Solo es un problema de comunicación e imagen? ¿Se ha impuesto la falta de imaginación? ¿Es la irrupción de la IA o la idiocia?

No hay respuestas concretas, sí un ejemplo: España vive momentos de euforia turística, de ingresos y alegrías extra. El sector de la felicidad baña y solea la costa y el interior, las playas isleñas, los Sanfermines, el Camino de Santiago, la feria de Abril, las Fallas de Valencia o la Navidad de Vigo y las cuentas de resultados tras el Covid. Pero, aun así, semejan pocos los que desde lo público piensan en el futuro con sentido común y estratégico, como hacen los empresarios, y menos aún los que quieren reflexionar en la posibilidad de una nueva crisis provocada por la economía o la salud. Hasta cuándo durará la fiesta no se sabe, como tampoco se conoce si existen planes para prolongar, al menos en verbena lo que es más que un circunstancial baile de cifras –estadístico y muy positivo si se quiere, muy en especial con en lo relativo al empleo, los cotizantes y el incremento del gasto medio del visitante–. Los políticos en general –distínganse de los funcionarios y de los profesionales– no están ni se les espera en la industria del viaje, salvo en Fitur o en las ruedas de prensa, en las inauguraciones con foto y canapé, en las que presumen de lo que ha hecho, conseguido o elevado un sector privado cansado de sufrir políticas desafortunadas que acumulan frentes viejos y nuevos sin respuesta sensata alguna: descoordinación administrativa, conectividad, gestión de aeropuertos y estaciones, taxis, desestacionalización, turismofobia, gentrificación, pisos turísticos, tasas, inseguridad puntual, formación, política laboral, horarios, disposiciones medioambientales, etc. Eso sí, la industria del ocio está saturada por las cargas impositivas y una burocracia interminable, y sigue sin conocer con claridad de las ayudas europeas New Generation.

Con sus excepciones, el ejemplo del primer sector industrial español en su mejor momento es desalentador, imagínense cómo estará el resto. No soy pesimista, pero sí advierto que un gran país demanda grandes gobernantes, dirigentes atentos, personas formadas, informadas, próximas e incluso elegantes en el fondo y en la forma, capaces de atender y entender a los ciudadanos, y dispuestos a accionar consensos de Estado en lo fundamental y disposiciones rápidas y eficaces, como el que han logrado en relación al Consejo General del Poder Judicial.

Se dicen sí muchas cosas de los dirigentes, lo malo son las que son ciertas. Es significativo que suba el empleo y sigan faltando millones de profesionales en todos los ámbitos o que España vea cómo se vacía su rural mientras los jóvenes inmigrantes, abandonados en las calles, no encuentran casa ni labor en la que proyectarse. No es lo que se manifieste, es lo que no se hace, no se prevé o no se acciona.

Las libertades ideológica, política, sindical, empresarial, asociativa, ciudadana harían más eficaces a los partidos, eso si en lugar de sed de votos fanáticos trabajasen la autocrítica y la exigencia, en encontrar la luz sin dejarse deslumbrar por la de sus dirigentes. Menos egos y espejos, menos lamentos cuando ganan los radicales. Más realidad y gestión. Más diálogo y menos acusaciones.

Las vacaciones llegan para reflexionar y todos somos necesarios, incluso los críticos y discrepantes. Hay que ganar los partidos para una democracia real y estable, con ella ganaremos todos. La vida podemos soñarla, datificarla para que nuestros líderes presuman, pero es mejor disfrutarla en el respeto común.

Alberto Barciela

Periodista