Opinión

Cocina Gallega

Nadie escribe cartas. Muchos no entenderían el placer de recibir el llamado del cartero, la emoción de tocar un sobre con estampillas de lugares lejanos, la utilidad de aquellos artísticos estiletes (armas de temer en las manos de algún personaje de Aghata Christie) para abrir el sobre, y la ansiedad al desdoblar el crujiente papel de “avión” y leer lo que a miles de kilómetros alguien escribió, generalmente con mano temblorosa,

Nadie escribe cartas. Muchos no entenderían el placer de recibir el llamado del cartero, la emoción de tocar un sobre con estampillas de lugares lejanos, la utilidad de aquellos artísticos estiletes (armas de temer en las manos de algún personaje de Aghata Christie) para abrir el sobre, y la ansiedad al desdoblar el crujiente papel de “avión” y leer lo que a miles de kilómetros alguien escribió, generalmente con mano temblorosa, deslizando la pluma cuidando de no manchar el papel, disponiendo el tintero a prudencial distancia para evitar accidentes fatales. Las cartas se atesoraban, se releían, se ataban con cinta de raso y se ponían a resguardo de miradas indiscretas en pequeños baúles de caoba, o simples cajas de zapatos de charol. Algunos, como Kafka corresponsal de Milena, podían amar escribiendo cientos de cartas, afiebrarse y morir de angustia al leer las de su amada. Cartas interceptadas podían causar tragedias. Caballos, carretas, mensajeros, barcos, corrían contra el viento para que las cartas llegaran en tiempo y forma. El tiempo se hacia eterno para el/la que esperaba una carta. Hace mucho tiempo leí por primera vez las cartas a Theo, de Vincent Van Gogh, un corpus de misivas llenas de angustia existencial, teoría del arte, y pedido de ayuda del pintor holandés. Como se sabe, el pintor se suicidó y dejó tan deprimido a su hermano, que este fallece 6 meses después. Leyendo la reseña de la novela ‘La viuda de los Van Gogh’, me entero que Johanna, la cuñada del pintor, fue la responsable de que la obra fuera conocida, ya que en vida solo había vendido un cuadro. Un factor determinante para que la viuda de Theo emprendiera la ardua tarea fue leer atentamente las cartas entre los hermanos. Con el título ‘La carta que tardó en llegar’, el periodista Ángel Berlanga escribió en el suplemento Radar/ pagina 12 una crónica estupenda del libro ‘Como enterrar a un padre desaparecido’, de Sebastian Hacher. Comienza así: “En el principio hay una carta mítica, cargada de sentido, que tarda quince años en llegar a destino”. El Génesis. Y sigue: “El militante clandestino Manuel Javier Corral se la escribió a su hija Mariana en la madrugada del sábado 5 de marzo de 1977 en La Perla de Once con la idea de que se la entregaran, en el caso de que algo trágico pudiera ocurrirle, cuando ella cumpliera quince. Y la carta fue, nomás, una despedida, porque no había pasado un año de su escritura cuando Corral fue secuestrado en un operativo en Iguazú, Misiones; permanece desaparecido desde entonces. La familia dilató un par de años el encargo del hombre, y Mariana recibió al cumplir diecisiete las doce páginas que son testimonio, manifiesto, historia resumida de vida, declaración de amor y sentimiento, pedido de perdón anticipado”. Personalmente, al margen del buen relato sobre el contenido del libro, con apuntes precisos, opinión critica para informar al posible lector, y citas textuales que aporta Berlanga, me llamó la atención que el autor de las cartas, Manuel J. Corral, es casi homónimo mío. Curiosamente, en esa fecha me encontraba radicado en Bogotá, y pasé unos días demorado-detenido en el edificio del DAS (Dirección Administrativa de Seguridad), porque me confundieron con otro español de nombre Manuel Corral Vidal (dos letras de diferencia con mi propio nombre). La enojosa situación se resolvió cuando un agente novato encontró un detalle decisivo: el hombre buscado tenía 35 años más que yo. Volviendo a las cartas, las del otro Corral (sin ánimo de que esta columna tome un color un tanto borgeano), no cumplieron del todo su objetivo. Su hija Mariana, al leer las cartas narcisistas que su padre le escribiera a una amiga exclama: “¡Era un chamuyero!!”. Y en un momento, retruca a otra hija en su misma situación que le pide respeto por su padre: “Yo estoy en contra de las construcciones heroicas. Durante mucho tiempo lo idealicé. Ahora, lo más idealizable para mí es su capacidad de transformación permanente, no su obsecuencia militante que quizás no era tal”. Duda, o herida, que no pasa desapercibida para el periodista Berlanga al escribir: “Y es ahí, en el campo de la militancia, donde el libro no consigue (¿no quiere?) dar precisiones: no hay quien recuerde a Manuel en alguna pertenencia o acción concreta”. Nadie escribe cartas. Y sin embargo, en el contexto de esa epopeya que llamamos emigración masiva, ¡cuántas cartas cambiaron la vida, para bien o para mal, de nuestros paisanos! Cartas que solían comenzar “Mi muy querida esposa, espero que al recibir esta te encuentres bien en compañía de los tuyos, nosotros por aquí, bien, G.A.D., y seguían sentimientos genuinos, promesas, mentiras, pedidos, declaraciones de amor, o rupturas. Cartas que, a veces, se demoraban y poco a poco dejaban de llegar obligando a la destinataria del ejemplo a engrosar el ejército silencioso de “viudas de vivos”. Vamos a la cocina, antes que llegue el cartero en su bicicleta.

Arroz con lacón-Ingredientes: 400 grs. de arroz, 300 grs. de lacón cocido, 150 grs. de alubias cocidas, 1 taza de salsa de tomate, 1 ajo picado, ½ cebolla picada y rehogada, caldo de carne, aceite de oliva.

Preparación: Picar la carne de lacón. Poner un poco de aceite en la cazuela, echar los ajos, la cebolla, dar unas vueltas, incorporar la carne, el arroz, sofreír dos minutos, volcar la salsa, el caldo (doble cantidad del arroz). Cuando levante hervor echar las alubias, bajar el fuego, moviendo de vez en cuando la cazuela. Dejar cocer 15 minutos, y terminar en el horno.