Opinión

Cocina Gallega

Lo que nacionaliza un plato, más que el hecho de ser común dentro de un territorio político, es el modo (xeito) de elaborarlo, y la importancia que se le da como representativo de una comunidad cultural. Si la patria está donde está la cultura propia, la gastronomía nacional está donde se respetan pautas aceptadas como propias por el grupo social al que se pertenece. Las cocinas nacionales europeas nacen en el medioevo.

Lo que nacionaliza un plato, más que el hecho de ser común dentro de un territorio político, es el modo (xeito) de elaborarlo, y la importancia que se le da como representativo de una comunidad cultural. Si la patria está donde está la cultura propia, la gastronomía nacional está donde se respetan pautas aceptadas como propias por el grupo social al que se pertenece. Las cocinas nacionales europeas nacen en el medioevo. Así lo entienden, también, Néstor Lujan y Joan Perucho cuando apuntan que después de un prolongado estancamiento, en la Edad Media irrumpieron las cocinas nacionales en Europa, paradójicamente porque con el incremento de las comunicaciones se intercambiaron conocimientos, y con este conocimiento mutuo se infiltraron fórmulas culinarias extranjeras. Estas recetas fueron adaptadas por cada pueblo con resultados diferentes, y a veces lejos del original. Ello explica que, como en la música y los bailes, existen platos que, con sutiles variantes, se repiten en distintos países o regiones. Aunque es evidente que las naciones con más antigüedad tienen una cocina más definida, y las más jóvenes, a lo sumo uno o dos platos característicos que por si mismos no constituyen una cocina nacional que, como el idioma, requiere de siglos siendo utilizada, modificada y enriquecida para que sea aceptada y reconocida como parte de la identidad de cada pueblo. En la Península Ibérica, salvo la excepción del euskera, caso peculiar en el universo idiomático, se puede ver cómo de la raíz común del latín nacieron idiomas con características propias como el catalán, el gallego y el castellano, todos con algunos términos de origen árabe, gaélico, bretón, francés o italiano, entre otros aportes. Así mismo ha sucedido en la cocina, donde sucesivas fusiones focalizadas de peculiar manera en las distintas regiones han producido cocinas nacionalidades con características bien definidas. Corresponde a los cocineros saber interpretar el conjunto de fórmulas culinarias que conforman el patrimonio cultural de cada país, actualizarlas respetando sus señas de identidad, mantenerlas vivas no solo en la memoria, sino en las mesas y el paladar de los comensales. Massimo Montanari ha escrito que “la cocina es comparada con el lenguaje: como este, ella posee vocablos (los productos, los ingredientes), que se organizan según reglas de gramática (las recetas, que orden los ingredientes transformándolos en platos), y de retórica (los comportamientos sociales). Como el lenguaje, la cocina también es portadora de valores simbólicos, ya que expresa la cultura de quien la practica, y es depositaria de la tradición y la identidad de un grupo. Pero ella no solo es instrumento de una identidad cultural, sino el primer modo de entrar en contacto con los otros. Más que la palabra, la comida se presta a mediar entre culturas diferentes, y los sistemas de cocina se abren a toda suerte de invención, cruces e influencias”. No puedo resistirme a la tentación de ilustrar este comentario con un bello ejemplo de maridaje entre poesía y cocina. La Oda al caldillo de congrio, de Pablo Neruda, ideal para degustar palabras, aromas y sabores: En el mar / tormentoso/ de Chile/ vive el rosado congrio,/ gigante anguila/ de nevada carne./ Y en las ollas/ chilenas,/ en la costa, / nació el caldillo/ grávido y suculento, / provechoso./ Lleven a la cocina/ el congrio desollado,/ su piel manchada cede/ como un guante/ y al descubierto queda/ entonces/ el racimo de mar,/ el congrio tierno/ reluce/ ya desnudo,/ preparado/ para nuestro apetito./ Ahora/ recoges/ ajos,/ acaricia primero/ ese marfil/ precioso,/ huele/ su fragancia iracunda,/ entonces/ deja el ajo picado/ caer con la cebolla/ y el tomate/ hasta que la cebolla/ tenga color de oro./ Mientras tanto/ se cuecen/ con el vapor/ los regios/ camarones marinos/ y cuando ya llegaron a su punto,/ cuando cuajo el sabor/ en una salsa/ formada por el jugo/ del océano/ y por el agua clara/ que desprendió la luz de la cebolla,/ entonces/ que entre el congrio/ y se sumerja en gloria,/ que en la olla/ se aceite,/ se contraiga y se impregne./ Ya solo es necesario/ dejar en el manjar/ caer la crema/ como una rosa espesa,/ y al fuego/ lentamente/ entregar el tesoro/ hasta que en el caldillo/ se calienten/ las esencias de Chile,/ y a la mesa/ lleguen recién casados/ los sabores/ del mar y de la tierra/ para que en ese plato/ tu conozcas el cielo”. Nosotros, desde hace 15 años intentamos aportar granitos de arena a la difusión de la gastronomía gallega en Buenos Aires, en solitario, sin ningún apoyo, pero con el reconocimiento de los comensales agradecidos. En estos días tuvimos dos alegrías: El prestigioso periodista Pietro Sorba nos eligió entre sus 150 restaurantes favoritos en la República Argentina, y Clarín nos incluyó en el libro coleccionable ‘50 grandes restaurantes’, donde se define a Morriña como un restaurante que ya es leyenda, y el que mejor rinde honor a la cocina gallega. Estamos orgullosos de ser gallegos.


Trucha a la naranja-Ingredientes: 4 truchas, 1 puerro, 1 zanahoria, 2 naranjas, 4  ramitas de tomillo, jugo de 1 naranja, 4 cucharadas de caldo de pescado, 1 cucharadita de pimentón, pimienta, sal, 50 grs. de manteca.


Preparación: Limpiar las truchas, salarlas y disponerlas sobre trozos de papel aluminio. Echamos el jugo de naranja, ponemos encima las verduras picadas, las naranjas en rodajas delgadas sin la semilla, y la ramita de tomillo. Mezclamos el caldo de pescado, el pimentón, pimienta y manteca y volcamos sobre las truchas. Envolvemos las truchas con el papel aluminio, cerramos herméticamente y llevamos a horno fuerte 25 minutos.