Opinión

Niemeyer

Hace unos días, lamentándonos de la muerte del genio de la vida y de la arquitectura Óscar Niemeyer, un amigo ingeniero –experto en resistencia de los materiales– y yo discutíamos sobre la capacidad que tuvo el brasileño para derrochar talento y obras exhuberantes a cualquier edad, para sorprender y para aplicar los nuevos avances científicos al servicio del urbanismo.

Hace unos días, lamentándonos de la muerte del genio de la vida y de la arquitectura Óscar Niemeyer, un amigo ingeniero –experto en resistencia de los materiales– y yo discutíamos sobre la capacidad que tuvo el brasileño para derrochar talento y obras exhuberantes a cualquier edad, para sorprender y para aplicar los nuevos avances científicos al servicio del urbanismo. Diseñó el centro cultural internacional de Avilés –dicen que su mejor obra en Europa– siendo ya un hombre centenario. Mi amigo me dice que dé un respiro periodístico al corrupto sistema político que soportamos los españoles y dedique estas líneas al hombre que diseñó el edificio de la ONU, el sambódromo de Río con escuelas bajo las gradas, el palacio de la Alvorada o los principales elementos urbanísticos y monumentales de la irrepetible e incomprendida Brasilia. Aunque mi amigo lo recuerda como el arquitecto del museo en el aire de Niteroi –el inmenso platillo volante sobre un acantilado, con vistas al mar de los cariocas– y como seguidor de Le Corbusier, muchos otros lo recordamos como un humanista de principio a fin. Siempre se ha dicho de él que se enfrentó al ángulo recto para implantar las curvas en los proyectos arquitectónicos, pero Niemeyer hizo lo mismo como ciudadano comunista y solidario, perseguido por la dictadura brasileña que lo empujó al exilio y siempre insultado por esa progresía política europea que no soporta a la izquierda coherente. Su mejor lección de vida era una máxima que repetía sin cesar: “la vida es un soplo”. Lo decía un tipo que a los cien años se volvió a casar a escondidas.