Gumersindo Rico y Dulce María Loynaz (y 3ª Parte)

Soplaban vientos desde España que anticipaban la posibilidad de que Dulce María Loynaz ingresara en la selecta lista de los galardonados con el prestigioso Premio Miguel de Cervantes de Literatura, otorgado en Madrid. Y así fue. Dulce María Loynaz (E.P.D) poseía esa talla única, como de marfil, con una delicadeza de alma y una refinada manera de abordar tanto los temas arduos como su rutina diaria de trabajo. Pertenecía al reino de la poesía.
Gumersindo Rico y Dulce María Loynaz (y 3ª Parte)

Era la mañana del 6 de noviembre de 1992, en La Habana. A las once y media, en su antiguo palacete en el Vedado, sonó el teléfono. Era el ministro de Cultura de España, Jordi Solé Tura (E.P.D.), quien le daba la noticia oficial desde el Gobierno español: había sido distinguida con el Premio Cervantes. ¿Cómo describir las emociones de esta dama, quien tal vez había perdido tantas ilusiones a lo largo de su vida, y que de repente recibía esta bendición celestial? Dios le enviaba una carta a Dulce María Loynaz con este galardón. Me quedo con las palabras de esta aristócrata habanera: “Este premio es para mí como una resurrección: Yo era una mujer que ya había entrado en la noche”.

Una de las primeras personas en acudir a su casa fue Rafael Dezcallar de Mazarredo, encargado de Negocios de la Embajada de España, junto a Waldo Leyva, presidente de la UNEAC, Miguel Barnet, Alicia Alonso (E.P.D.), y Armando Hart (E.P.D.), ministro de Cultura en ese momento. El embajador Gumersindo Rico le abrió las puertas de la Embajada de España en La Habana el 4 de diciembre de 1992. En esa ocasión, el director general del Libro y Bibliotecas, Federico Ibáñez Soler (E.P.D.), entregó a Dulce María Loynaz el acta del jurado del Premio Cervantes, junto con un cheque por el valor de 12 millones de pesetas. Ese día, Loynaz expresó: “Todo lo bueno que he tenido me ha venido de España, y este Premio Cervantes sirve para cerrar con brillantez mi carrera de escritora”.

Por su parte, Federico Ibáñez le transmitió que la decisión del jurado había sido unánime. Entre los 38 candidatos se encontraban figuras como Camilo José Cela (E.P.D.), Mario Vargas Llosa, José Donoso (E.P.D.), Mario Benedetti (E.P.D.), Rosa Chacel (E.P.D.), y Miguel Delibes Setién (E.P.D.).

Antes de viajar a España para recibir el Premio Cervantes, Dulce María Loynaz fue condecorada, junto a Alicia Alonso, con la Orden de Isabel la Católica en febrero de 1993. El acto se celebró en la residencia del Embajador de España en La Habana y fue organizado por el embajador Gumersindo Rico Rodríguez. Las palabras textuales del embajador en aquella ocasión fueron:

Señoras y señores, amigos:

Nos reunimos hoy aquí con motivo de la distinción que España confiere a las dos grandes damas de Cuba, a las dos cubanas universales. Esas dos grandes damas con cuyos nombres Cuba adquiere proceridad en el mundo. Decir lo que cada una de ellas hace, representa o, en definitiva, es resulta perfectamente inútil por universalmente consabido proclamado.

Pero sí quisiera subrayar la afinidad o, mayor, consustancialidad profunda que, de raíz y por encima o por debajo de la amistad íntima que las vincula, las unifica y hermana.

Una y otra son creadoras, sujetos activos en creación, de “poiesis” como decían los griegos, de donde viene la poesía, que este es originario sentido del vocablo y el concepto que vincula. Creadoras de Arte, con medios distintos pero idéntico propósito y valor conseguido. Y puesto que con los griegos estamos, digamos, recordando los pensadores presocráticos, que Dulce María sería como agua, que canta, pasa y sueña, como diría Antonio Machado.

Alicia, como el fuego que crepita, fluye y sueña también. Que ambas pasando, quedan, y con su arte nosotros las soñamos.

El Arte se ha dicho –en una simplificación generalización apresurada– es la expresión de la belleza. Esa belleza, por lo pronto, Dulce María la alcanza, la realiza, la hace patente, con la palabra y con el silencio. Y Alicia consigue lo mismo con la dinámica del movimiento de la pausa, de las figuras y de los ritmos. Y una y otra envuelven esas, sus creaciones respectivas, en la bordura plata, entre la sombra y la luz, el crespúsculo y el albo donde late el misterio, el enigma indefinible sin el que es posible el Arte, ni es posible la belleza.

Ese factor determinante y constitutivo es presente en la creación de Dulce María y Alicia Alonso, o Alicia y de Dulce María –tanto monta–. Y todo el que ha leído o escuchado a una, o visto bailar a la otra comprenderá perfectamente lo que digo.

Pero hay más. Los escolásticos –no olvidemos que la escolástica, por superada que esté, constituyó un formidable ejercicio de rigor intelectual que configuró nuestras categorías de pensamiento, nuestro saliente vocabulario intelectual y, en definitiva, la ciencia y la tecnología que han unificado al mundo–. Los escolásticos, digo, hablaban de las propiedades trascendentales del ente: “ens”, “unum” “verum” y “pulchrum”. Lo bello así es lo verdadero y lo bueno, y todos ellos lo uno que, a su vez, descansa y se identifica con la entidad. El arte auténtico, la creación original, es a la vez entitativamente uno y verdadero, y en orden axiológico, en el orden de los valores, bueno y bello a la vez. En el Arte y la creación de Dulce María, en el Arte y la creación de Alicia, todo esto encuentra verificación y reflejo.

De sus vínculos con España tampoco voy a descubrir continentes nuevos. Recordemos solamente el último eslabón de toda una cadena de relación estrecha y para nosotros, los españoles, enriquecedora, con nuestro país y sus gentes. Dulce María Loynaz recibirá dentro de exactamente siete días el Premio Cervantes de Literatura, en la vieja Universidad del Cardenal Cisneros en la ciudad que fue cuna del egregio autor de Don Quijote. Alicia Alonso, que acaba de cerrar aquí el Festival “Huella de España”, tiene una Cátedra ex profeso para ella en la Universidad Complutense de Madrid, desde donde enseñará este verano.

A estas dos grandes damas de Cuba se les ofrecen, como expresión a la vez de admiración y afecto, las insignias de la Encomienda de una Orden que lleva el nombre de la más grande mujer –con Teresa de Jesús– que España ha producido y a la que Dulce María Loynaz ha profesado siempre especial devoción y cariño.

La Orden de Isabel la Católica lleva este lema: “Por la lealtad acrisolada”. Lealtad acrisolada a la creación, al Arte y la amistad a España han demostrado cumplidamente Dulce María Loynaz y Alicia Alonso. Y yo hoy aquí haciéndome intérprete del sentir de todos los españoles, los de aquí y los de allá, quiero decirle sencillamente:

¡Gracias!

A las 8:30 a.m. del 19 de abril de 1993, la poetisa Dulce María Loynaz, de 91 años y ganadora del Premio Cervantes 1992, pisaba suelo español tras 35 años de ausencia. Se preparaba para recibir, el viernes 23, el máximo galardón de las letras españolas. Loynaz viajaba acompañada por el poeta y diputado Miguel Barnet, el novelista Pablo Armando Fernández, y Eusebio Leal, director del Museo de la Ciudad de La Habana.

Comenzaba la solemne ceremonia del Premio Cervantes de Literatura 1992 en el Paraninfo de la Universidad de Alcalá. Desde primeras horas de la mañana, las personas llegaban a Alcalá de Henares, ansiosas por ver a la galardonada Dulce María Loynaz, la poetisa cubana que venía de esa isla caribeña llamada Cuba. Se describía a sí misma como una navegante solitaria en el proceloso mar de la poesía. En su silla de ruedas, la rodeaban las cámaras, los flashes y las fotos que la abrumaban.

Llegaron los Reyes de España, don Juan Carlos y doña Sofía, y se abrió la sesión con las palabras de Federico Ibáñez, director general del Libro, quien leyó el acta de concesión del premio. El Rey impuso la Medalla del Cervantes a Dulce María, entregándole también el diploma conmemorativo mientras le estrechaba las manos. Los aplausos fueron prolongados, marcando un momento irrepetible.

Cuánto hubiera deseado esta ilustre dama habanera, Dulce María Loynaz, pronunciar su discurso y escuchar el eco de su voz en el Paraninfo de la Universidad de Alcalá. Sin embargo, fue el notable escritor, novelista, periodista y diplomático cubano Lisandro Otero González (q.e.p.d.) quien habló en su lugar.

En su libro ‘Memorias de la Guerra’, cuenta mi padre, el general Enrique Loynaz del Castillo cómo, recorriendo la ciénaga de Zapata durante la campaña de 1895, vino a dar a un claro del bosque donde un oficial del ejército español dormía con la cabeza apoyada en un libro. Al ruido de pisadas en las hojas secas despierta el durmiente que viéndose sorprendido escapa dejando abandonados en el suelo un estuche de cuero y el libro que le sirviera de almohada. Mi padre recoge ambas cosas, entrega al oficial que le acompañaba el estuche donde brillaba rica joya y retiene el libro en cuya cubierta empieza a leer: “Historia del Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha por Don Miguel de Cervantes Saavedra”.

A lo largo de los siglos este libro ha sido leído, releído y comentado. Es difícil hallar otro con tanta repercusión en los hombres de distintos tiempos y distintos países salvo, tal vez, la Biblia. Hay quien pretende que Cervantes sólo se propuso ridiculizar y por tanto erradicar los libros de caballería tan en boga en su tiempo. Rechazo esta tesis: Me parece que rebaja el mérito del gran escritor y de la gran obra. Equivaldría a decir que Cervantes apuntó a una codorniz y cobró un águila real.

Nunca me he afiliado a las teorías casuales, creo que en todo hay un origen y un propósito, pero como el tema es amplio y tal vez me llevaría a afrontar otros, prefiero terminar con los más bellos versos que a juicio mío se han dedicado al inmortal caballero andante: los versos fueron escritos a principios de siglo por un modesto poeta cubano, a quien pude conocer personalmente, y cuyo nombre era Enrique Hernández Miyares.

La más Fermosa

Que siga el caballero

su camino

agravios desfaciendo

con su lanza:

Todo noble tesón al

cabo alcanza

fijar las justas

leyes del destino.

Cálate el roto yelmo

del mambrino

y en tu flaco rocín

altivo avanza:

desoye el refranero

Sancho Panza.

Y en tu brazo confía

y en tu sino.

No temas la esquivez

de la fortuna

si el caballero de la

blanca luna

medir sus armas

con las tuyas osa

Y te derriba por

contraria suerte,

de Dulcinea en asias

de la muerte

di que siempre será

la más fermosa.

Tengo en mis manos las cuatro cuartillas del prólogo que escribió el embajador Gumersindo Rico, al libro titulado Alas en la sombra: los hermanos Loynaz. Deseo compartir unas líneas de este prólogo:

Pero de Dulce María misma, ¿qué decir que no esté ya dicho? En la cordillera Loynaz, ella es vértice y cumbre. A las letras cubanas, las ha empujado hacia arriba. A la literatura y a la lengua castellanas, las ha subido más alto. A España, le ha dado amor, y a los españoles, amistad. Y esto es difícil que a los españoles se nos olvide. Aquí, en Cuba, Dulce María será quizás para los más jóvenes, aventura o idea. O será historia. Pero si es historia, es historia viva, continuidad y prolongación patentes de la historia de su patria cubana, a la que inextricable y gloriosamente se liga su apellido: con los hechos de armas de su padre, antes; con la palabra de sus hermanos, luego; con la suya propia, como ayer ahora. Sobre el conjunto de esa historia brilla así su nombre, un poco a la manera como, aún en la cruda claridad del mediodía, lo hace estrella de la mañana, jamás apagada, titilante siempre.

Este libro de los hermanos Loynaz será para muchos una revelación. O un desvelamiento. Al menos, para mí así lo ha sido. Y en cuanto desocultamiento revelador o desvelador, constituye una llamarada o ráfaga de luz de esas que iluminan el alma del lector y la calientan y enriquecen, haciendo de ese lector otros, además de sí mismo.

Gumersindo Rico

Abril, 1992

El Real Decreto 540/1993, de 12 de abril de 1993, dispuso el cese, por jubilación, de don Gumersindo Rico como embajador de España en la República de Cuba. El decreto fue firmado por el ministro de Asuntos Exteriores, Javier Solana Madariaga.

En mi opinión muy personal, el embajador Gumersindo Rico fue uno de los grandes embajadores que pasaron por Cuba, con una humildad y sencillez que lo engrandecieron. Tal como lo expresan las palabras de los Salmos 37:11: “Pero los humildes poseerán la tierra y gozarán de gran felicidad”. Estas palabras reflejan mi sentimiento por el embajador Gumersindo Rico Rodríguez.

A principios de febrero de 2012, falleció Gumersindo Rico Rodríguez, un hombre que vivió con gran pasión, siempre aferrado a los recuerdos de su infancia en Villa Tarsila, en su pueblo natal: Luarca (Asturias). Tal como él deseaba, sus cenizas quedaron allí.

Memento homo, quia pulvis es, et in pulverem reverteris(“Recuerda, hombre, que eres polvo, y al polvo regresarás”).

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