TRABAJA EN EL HOSPITAL ESPAñOL DE MéXICO

Un capellán emigrante de Guinness

Cerró el año 2007 con 22.671 bautizos realizados en el Hospital Español de México, donde trabaja como capellán hace 35 años. Todo un récord. El padre José Rodríguez nació en Osorno (Palencia) y con 26 años vino a México a vivir. Desde entonces, fue capellán del estadio Azteca, trabajó en una cárcel de mujeres, consoló a artistas como Plácido Domingo.
Un capellán emigrante de Guinness

Cerró el año 2007 con 22.671 bautizos realizados en el Hospital Español de México, donde trabaja como capellán hace 35 años. Todo un récord. El padre José Rodríguez nació en Osorno (Palencia) y con 26 años vino a México a vivir. Desde entonces, fue capellán del estadio Azteca, trabajó en una cárcel de mujeres, consoló a artistas como Plácido Domingo. Los amigos dicen de él que es un cura atípico, muy generoso y bromista. Hasta creó el ‘Club de la Depresión’ en el Hospital, un grupo formado por los médicos y amigos del centro sanitario que se reúne cada semana para jugar al dominó. Su verdadera afición: ver fútbol. Contó su historia a ‘Castilla y León en el Mundo’.


“Que si me gusta el fútbol... Tengo una anécdota muy curiosa relacionada con el fútbol y mi vocación. Yo soy de Osorno, en Palencia. Cuando era un niño, vino un sacerdote a la escuela para invitarnos al seminario. Supe que allí había tres canchas de fútbol. Cuando finalmente decidí ir, mis padres me llevaron y preguntaron: “¿Es verdad que hay tres canchas de fútbol en el seminario? ¡Si no es verdad se regresa, eh!”.
Ya en México, en los cuatro primeros años que estuve en el Hospital Español fui capellán del Estadio Azteca. Decía misa los sábados y domingos a los jugadores. Y luego convivía con ellos y me quedaba a ver los partidos. Me encanta el fútbol. Los domingos por la tarde, que son los días que estoy un poco más tranquilo, los aprovecho para ver todos los partidos de España. Es de los pocos ratos que tengo libres.
Me costó acostumbrarme al trabajo en el centro hospitalario. Pero antes os voy a contar cómo me convertí en el capellán.
Estando yo en el seminario ya en México, un día me llamaron las religiosas de aquí para decirme que el padre del Hospital estaba enfermo y que necesitaban que les diera misa. Fui y la di y cuando ya me iba, las religiosas volvieron a buscarme. Me pidieron que me esperara, que una ambulancia traía a don Pablo Díez, el gran benefactor del sanatorio y dueño de la cervecería Corona. Era ya muy mayor. Esa noche dormí aquí y hasta ahora. Ya llevo 35 años y medio de estar en el sanatorio.
Pero como os decía, fue difícil. Viví una experiencia inicial muy fuerte y oportuna. Cuando me quedé esa noche asistí a medianoche a un parto muy singular. Una señora, que tenía 8 hijas, tuvo un niño. Fue una alegría enorme. Al poco tiempo el niño se murió y la mamá se puso muy grave y casi se muere.
O sea, asistí en poco tiempo a esa alegría y a una desilusión muy grande también. Eran como las 3 o 4 de la mañana y no podía dormir. La experiencia me pegó fuerte y entonces hice esta reflexión: ‘Si me quedo aquí no puedo aceptar los problemas de tanta gente con quien me voy a encontrar’. Y desde entonces lo tomo con precaución para que no me haga daño.
Vivo en el sanatorio como a la defensiva, con cuidado. Yo le digo a los médicos: ‘Vosotros termináis en la noche vuestro trabajo y os esperan vuestras familias, cambiáis de ambiente. Yo no cambio de ambiente, ni de día ni de noche, porque siempre estoy de servicio’.
Vivo en un ambiente un poco deprimente, es normal en un sanatorio, pero estoy muy contento. Si me cambiaran de aquí sería algo terrible para mí. Estoy muy aclimatado al enfermo y a la enfermedad, a los médicos y a las enfermeras. El trato de los médicos con el enfermo es muy bueno. Este hospital siempre tuvo un ambiente familiar y religioso.
Y he tenido casos aleccionadores. Una vez, una señora se intoxicó con un herbicida. Estábamos los dos en un sillón y me dijo: ‘Padre, quiero que me prepare porque me voy a morir esta noche. Quiero que me dé los santos óleos y la comunión para prepararme. Le invito a rezar conmigo’. Nos pusimos los dos de rodillas y su oración era: ‘Dios, gracias por lo que me diste. No te reclamo por lo que me vas a quitar, sino por la vida que me diste’. Se retiró, nos despedimos y cuando ya me iba, de repente vi a las enfermeras correr hacia su habitación. La señora se acababa de morir en el momento de irse a acostar. Me impresionó el modo de recibir la muerte y agradecer la vida. Y esa intuición.
Lo que más me gusta de mi trabajo es la atención al enfermo. Participar de su vida y problemas y ayudarles en esos momentos tan difíciles de la enfermedad.
Lo más hermoso es que después de muchos años la gente me recuerda y me agradece por haberlos ayudado en momentos difíciles. Algo que para mi fue algo rutinario para ellos fue importante.
Soy muy positivo y tengo también muy buenos recuerdos de personas excepcionales, como el tenor Plácido Domingo o Arturo de Córdoba, un artista argentino-español muy famoso, un galán de cine de los 40-50.
Traté mucho tiempo a Plácido Domingo y es una persona maravillosa. Sus padres, que fundaron una compañía de Zarzuela aquí en México, murieron en el Hospital Español. Cuando la madre de Plácido estaba enferma, él no se separó de ella durante el mes y medio que agonizó. Suspendió todos los conciertos para estar a su lado. En todo ese tiempo le conocí bien, hablábamos mucho y puedo llegara decir, que si bien es un cantante extraordinario, es mejor persona aún. Seguimos teniendo relación. Hace unos años casé en Acapulco a una sobrina suya.
Sí, los famosos nos pueden sorprender. Como me sucedió con Arturo de Córdoba. Se internó dos o tres veces en el Hospital cuando ya estaba mayor y la última vez que se internó me llamó y fui. Estaban todos los médicos allí. Les sacó y les dijo: ‘Por favor, déjenme con el padre. Me interesa más el padre que ustedes. Yo sé que ahora vengo a morirme, no a curarme’.
Estoy convencido de que el enfermo, al final de su vida, se vuelve religioso. El enfermo viene al sanatorio con la esperanza de curarse y confía en que Dios le va a ayudar a sanar. Muchas veces no es así y el enfermo va a peor y se crea una relación del enfermo con Dios muy especial. Al final de sus días, el enfermo se vuelve callado, no le importa la relación con los demás. Deja la tensión y los nervios, deja de mirar al médico para volver su mirada hacia Dios. Y se prepara para morir más que para vivir.
Es curioso, pero el problema del hospital para mí no es tanto el enfermo sino el familiar. Acepta la muerte más fácilmente un enfermo que un familiar.
Ya pronto hago las bodas de oro de sacerdote. El 2007 terminé con 22.671 bautizos oficiados en el sanatorio. Los matrimonios no los he contabilizado, aunque deben ser como 600. Y ahora caso a muchos que ya bauticé.
En todos estos años desde que salí de España en 1962 –llegué a México con 26 años– también viví otro estilo de vida muy diferente. Como cuando fui capellán en la cárcel de mujeres, algo realmente inolvidable.
Siempre tuve ganas de trabajar en la cárcel, no sé por qué, y no sabía cómo llegar allá. Un día, al acabar de hacer una boda, se me acercó una señora. Me felicitó y me dijo que era la directora de la Cárcel de Mujeres y me invitó a trabajar allí. Quedamos en vernos a la hora de comer en la cárcel.
Pero cuando iba de camino me entró el desánimo. Llegué y me estaba esperando la directora, quien me enseñó la cárcel. Fuimos por los corredores y creo que me vio la cara de asustado, porque me dijo: ‘Le veo como asustado, ¿qué le pasa? Ya sé, lo que le ocurre es que espera ver a las presas detrás de las rejas’. Y dije: ‘Pues sí, porque justo hace 4 días ví una película que se llamaba Cárcel de Mujeres’.
Finalmente me acomodé muy bien. Tanto es así que nos quedábamos hablando las presas y yo hasta las 10 de la noche. Se tenían que retirar a las 8.00 a sus celdas pero se quedaban conmigo sin ningún problema. Era un ambiente muy bueno porque ellas vivían con sus hijos pequeños y eso daba a la cárcel un ambiente muy bueno.
Fue un momento muy bueno porque era antes de que la gente entrara por drogas. Hasta podría decir que era un ambiente muy sano. Estuve allí 4 años, hasta que me regresé al seminario”.

En México, como hace 40 años en España

El padre José Rodríguez va cada dos años a Palencia. De los seis hermanos que eran, sólo quedan él y dos hermanas, a quienes visita cuando viaja. “Pero la verdad es que me regreso antes porque no aguanto estar ahí sin hacer nada, el pueblo se me cae encima, y viviendo aquí en el Hospital, que estoy todo el día con gente...”, comenta.
Desde que salió de España hasta ahora el sacerdote siente que el país ha experimentado un cambio radical. Cree que en el aspecto material, España ha avanzado muchísimo, pero no ocurre lo mismo en el campo espiritual.
“Se han perdido muchos valores. Cuando voy a España veo que la familia está totalmente rota y que hay un abismo muy grande de padres a hijos. Quizás mi visión de España sea algo distorsionada porque la vivo a saltos. Me vine a México con una idea con la que viví, crecí y me formé y de esa idea vivo. La gente en España ha percibido el cambio de una manera más suave”, dice.
Una de las cosas que más le sorprende es la falta de jóvenes en las iglesias, donde sólo ve gente mayor. “Creo que la Iglesia debe cambiar un poco de métodos y de liturgia. Habría que hacer la liturgia más atractiva para el joven, más participativa y hacerle vivir su fe de otra manera. Antes era la misa, el rosario y la oración. Antes lo religioso es lo que tenía relación con Dios. Actualmente se ha descubierto otro elemento muy importante: el prójimo. Falta eso”, indica.
En ese sentido, el padre comenta que en México se vive la religiosidad de España de hace 40 años. Piensa que la religiosidad en el país azteca es muy grande, al igual que el sentido de familia. “Por ejemplo –señala– en México no hay asilos como en España. El abuelo y el padre vive en la familia y ambos siguen teniendo una fuerza muy grande para los hijos”.