Opinión

Cocina Gallega: Queso de cerdo

El acto de cocinar invita a la reflexión, a quienes lo hacen con amor. Sin duda, hablar de comida es más que recetas, incluye poesía, alimentos del espíritu, cuestiones sociales, ritos propios y ajenos; se trata de recordar los primeros fuegos, especialmente aquellos que cocieron lentamente los caldos que nunca olvidamos, y la ceremonia que unía el acto de comer con la comensalidad, misa pagana en la que compartimos pan y anhelos. Hablar de comida, extender la conversación en animada y pacífica sobremesa, es recrear la esencia de lo humano, lo que diferencia el acto de comer con el engullir del resto de los animales con los que convivimos en el planeta.
Cocina Gallega: Queso de cerdo

Compartir la comida es un acto de supervivencia que nace entre nuestros más lejanos antepasados, cuando compartían la tarea de cazar o recolectar, y luego el alimento crudo o cocido. La hospitalidad fue valor supremo en todas las civilizaciones. Bienaventurados los que desde niños aprenden a cocinar sus alimentos, porque sabrán luego valorar la reunión alrededor de la mesa, la compañía (del latín comer y panis, o sea, comer del mismo pan). Por suerte, mi patio de juegos fue una enorme cocina, donde el pote fue rey absoluto, elemento tan mágico y nutriente como aquellos míticos del Valhalla, donde los guerreros vikingos que morían en batalla iban a vivir eternamente disfrutando el infinito banquete celestial.

Hace un tiempo, compartí aquí el siguiente texto de Manuel Martínez Llopis incluido en su Historia de la Gastronomía Española, refiriéndose a la época medieval: “Además de servir para guisar, era la cocina el lugar donde la mayoría de las familias preferían reunirse en cualquier época del año, pues resultaba el lugar más confortable de la casa, con su gran hogar siempre encendido, a cuyo alrededor solían agruparse los pequeños para escuchar las consejas de los viejos servidores o el juglar que de paso hacia otros lugares había solicitado asilo.

También era la cocina el sitio en que se sacrificaban los animales destinados a servir de alimentos, como gallinas, pavos o conejos”. Describe casi a la perfección mi propia casa natal, llamada de Romariz, a pocos metros del río Sil en el valle de Quiroga. Y recordaba entonces que una fotografía que conservo me muestra, en pañales (de tela, claro), sostenido por detrás por manos anónimas, al pie de la escalera de piedra que nacía en el enorme patio. Y que la cocina, es, sin duda, la escenografía de mis recuerdos más gratos: haciendo filloas subido de puntillas en un banco de madera. También el dolor viaja en la memoria al día en que mi rodilla izquierda se calcinó en la losa al rojo, y me dejó una marca que solo con los años se diluyó a medias. No oí allí consejas de siervos inexistentes, pero si cuentos y cantos de los jornaleros de paso, algunos conchabados por unos días por techo y comida, la mayoría tratando de acomodarse a la vida de posguerra. Por ello, tal vez, sonrío sin contestar cuando me preguntan en qué escuela de cocina estudié.

No era mi casa como seguramente lo fue el pazo señorial de Anzobre que heredó Manuel Puga y Parga, el inefable Picadillo, con el que comparto nombre y afición por la cocina. Tampoco mi destino fue ser alcalde de La Coruña, sino cocinero, poeta y periodista allende los mares. En los siglos XIX y principios del XX, fue común que integrantes de la alta burguesía, la aristocracia y aún la nobleza alardearan de conocimientos gastronómicos y se erigieran en defensores de las cocinas regionales, publicando libros de recetas. Un caso emblemático es el de la Condesa Emilia Pardo Bazán (Emilia Antonia Socorro Josefa Amalia Vicenta Pardo Bazán y de la Rua-Figueroa, según su acta de nacimiento, confirmada condesa por Alfonso XIII), amiga precisamente de Manuel María Puga y Parga y autora de recetarios de cocina regional, pero que convidaba en su pazo cerca de La Coruña con manjares al estilo francés.

Por supuesto, siempre aconsejo leer, especialmente poesía, para saber escribir y ser mejor persona. Alguien escribió (¿Ben Johnson?) que un buen poeta en nada se distingue de un maestro cocinero, pues el arte de ambos reside en la sabiduría del espíritu. El que escribe y/ o lee poesía (en verso o prosa), se sumerge en ella, es un ser sensible, y más humano, y seguramente en la actividad que ejerza, incluyendo la cocina, se destacará por la exquisitez de sus logros. Más metáforas y orfebres de la palabra, y menos gritos, son necesarias en este siglo XXI donde parece que la mediocridad es un mérito, y pensar libremente, discernir, un acto subversivo.

Se ha llegado a decir que si pudiésemos extrapolar a un hombre de nuestra época, de un coeficiente intelectual medio, a la época clásica griega éste sería el tonto del pueblo; y a la inversa, si viviera hoy entre nosotros un hombre con coeficiente intelectual también medio de la época helenística, sería el mayor de los superdotados. Se está creando un nuevo analfabetismo que ya no consiste sólo en no saber leer y no saber escribir, sino en no saber hablar ni pensar o discernir. Distraídos, atentos a las modas y la modernidad que nos llevan a vestir todos iguales, usar las mismas frases, el mismo móvil, ir a restaurantes para que nos vean, sumar seguidores en las redes y ventilar intimidades para “existir”, dejamos que todo suceda sin comprender que no hay nada más inhumano que las tendencias creadas por la industria para vender sus productos. “La moda es la última piel de la civilización”, dijo Picasso. Sus pinturas reflejaron fielmente el mundo moderno, nuestra civilización del grito. Hannah Arendt escribió que “la muerte de la empatía humana es uno de los primeros y más reveladores signos de una cultura a punto de caer en la barbarie”, describiendo sin duda las sociedades en que (sobre) vivimos. Vayamos a la cocina con la mente abierta, y el deseo de compartir el fruto de nuestro trabajo en alegre celebración.

Queso de cerdo

Ingredientes: 1 cabeza de cerdo, 2 patitas o manitas de cerdo, piel de cerdo (si se quiere más gelatinosa), 3 zanahorias, 3 cebollas, 3 hojas de laurel, 1 cabeza de ajo, 2 ramas de tomillo u orégano, Pimienta, 3 ó 4 clavos, 1/2 botella de vino blanco seco, sal, mostaza.

Preparación: Lavar bien, y luego hervir la cabeza entera. Agregar las manitas (patas) para lograr más carne o incluso otras partes del cerdo. Ponga la carne que se desprenda del hueso en una olla grande con las zanahorias, cebollas, laurel, orégano, y ajos, bastante pimienta, clavos, y el vino blanco, salar apenas y espolvoree con pimienta molida, agregue agua fría hasta cubrir y póngalo sobre fuego moderado durante 3 a 4 horas. Acabada la cocción ponga los trozos de carne en una fuente. Deje entibiar y comience a separar todas las partes; se utilizará cuero, carne, orejas, hocico, lengua y la menor cantidad posible de grasa. Pique todo a cuchillo. Junte todo en un recipiente, agregue sal al gusto, mostaza, y condimente con más pimienta, especias. Poner en un molde con orificios para que drene el líquido. Acomódele un peso de 3 a 5 kilos arriba. Al enfriar llevar a la heladera. Al día siguiente desmoldar, y servir como fiambre.