Lima prehispánica, según Aurelio Miró-Quesada
“Es muy poco, en verdad, lo que se conoce con certeza de los difusos viejos tiempos de Lima. Los relatos escritos de los conquistadores nos dan a saber, escuetamente, que era una zona extensa de agrupaciones de indios, especializados en faenas agrícolas, y seguramente dedicados, en las horas amables del reposo, al labrado –útil y bello al mismo tiempo– de diferentes objetos de barro”, escribe Aurelio Miró-Quesada en su obra Costa, Sierra y Montaña, editorial ‘Revista de Occidente, S.A.’, Madrid, 1969.
Porque, en efecto, los más esenciales productos cultivados eran el maíz, los pallares, frutos como guayabas y pacaes, así como una rústica clase de algodón. Anchos y primorosamente cuidados, los caminos se hallaban sombreados por árboles que testimoniaban no sólo un criterio de eficacia y comodidad, sino un perseverante esfuerzo del hombre, puesto que –como en la costa del Perú podría decirse que no llueve– debían ser regados mediante canales uno a uno. Por ello Hernando Pizarro decía “viven del riego” en su “comunicación” a la Audiencia de Santo Domingo, sólo suavizando su estupefacción con la referencia a los ríos que descienden de la sierra.
Si consideramos la visión de los edificios, el asombro de Hernando Pizarro era inverso. Pues la blandura del clima, la escasez de lluvia y de tormentas no causaban la impresión de justificar unas construcciones tan sencillas. Hemos de recordar que los primeros cronistas españoles se refieren a casas leves, con paredes de caña o barro, modestos techos de ramas y, en general, –¡curiosa expresión!– “de poco ruido”. Si bien el valle del río, de ubérrima tierra y extendido a lo largo de una vasta planicie en dirección al mar, permitía una enorme concentración de pobladores, el aspecto en su conjunto presentaba notoria rusticidad. He ahí casas desparramadas y terrenos de cultivo circundados por tapias o muros de adobe. Y de trecho en trecho, regalándonos un tapiz blanco y seco en aquella extensión feraz y dorada de los maizales, las severas moles de unas “huacas”. Paulatinamente, los asientos formados en el valle fueron acrecentándose y multiplicándose. De suerte que en las dos márgenes del río y en la planicie que se estira hacia el mar, se alzaron caseríos que –sin la continuidad y la trabazón de un centro urbano– alcanzaron una población de no poco relieve.
He aquí que un viejo documento colonial, enraizado en las informaciones que proporcionaron los propios aborígenes, llega a indicarnos los nombres de 22 pueblos, entre grandes y pequeños. Uno de ellos era Lima. Habla, asimismo, de dos pesquerías: una en el Callao y la otra en la actual playa de Chorrillos. También de 4 “tambos” o lugares de posada, entre los que se encontraban Limatambo y Armatambo o Irmatambo, que probablemente debía su nombre a “Irma”, la divina creadora que fue reemplazada por Pachacámac.
Ahora bien, el “régulo” principal no vivía en lo que ahora es Lima, propiamente dicha, sino en Chayacalca –por la actual Magdalena–; al igual que, antes, el centro de la región estaba en Cajamarquilla y el punto de hegemonía, la sede religiosa, se hallaba a 20 quilómetros al sur, en el santuario ceremonial de Pachacámac.