Opinión

Lima, la ciudad “que habla”

Descartando lo que pueda existir de imaginación en la bella versión del Inca Garcilaso en sus Comentarios Reales (Lisboa 1609), hemos de evocar siempre el relato acerca del señorío de Lima como un símbolo de la fusión amorosa de la costa y sierra de las civilizaciones preincaicas con el vigoroso Imperio de los Incas, al igual que de la tradición espiritual con el desarrollo material y los nuevos conceptos sociales y políticos que, desde entonces, han podido llegarle de fuera.

Lima, la ciudad “que habla”

He aquí, pues, la especial proyección de este episodio, justificando –con más galanura, si cabe– el nombre, eufónico y sugerente, de Lima. Porque, en efecto, Lima es la castellanización de “Rímac” –pronunciándose al modo indígena, no con “rr” fuerte, sino con “r” débil–, estimando, a su vez, que es el participio de presente activo del verbo quéchua “rímay”, que significa “hablar”. Debido a su noble, prestigioso oráculo, por su fonética aureolada de misterio, a Lima habría que traducirla, por ende, como la ciudad “que habla”.

Mas, de súbito, sobre las tierras extendidas del “curaca” del Rímac –que, por entonces, era Tauli Chusco– aparecieron unos hombres “extraños”. “Iban en unos animales vibrantes, los caballos, y avanzaban con brío, luciendo sus largas barbas negras, sus armaduras relumbrantes y sus fuertes espadas”, comenta el reconocido historiador peruano Aurelio Miró-Quesada en su obra Costa, sierra y montaña, Revista de Occidente, colección ‘Cimas de América’, Madrid, 1969.

¿Y quiénes eran aquellos primeros en llegar a la región, que, sencillamente, estuvieron de paso? Se trataba de Hernando Pizarro y sus escasos compañeros que –en enero de 1533– se dirigieron hasta Cajamarca, cabalgando por sierras y llanuras hasta el santuario tradicional de Pachacámac, a fin de obtener tesoros y activar el rescate de Atahualpa. Al cabo de un año, por el valle de Lima transitaron nuevas gentes como Rodrigo de Mazuelas y Francisco Martín de Alcántara, quienes se encaminaron hacia el Cuzco. Asimismo, Miguel de Rojas y Diego de Vega, que llevaban noticias de la expedición de Pedro de Alvarado. Igualmente, Nicolás de Ribera, el ‘Viejo’, quien se encontraba de paso hacia San Gallán.

“Entre tanto, después de haber vencido y dado muerte a Atahualpa –nos recuerda el escritor Aurelio Miró–Quesada–, último jefe del Tahuantinsuyo, el capitán don Francisco Pizarro continuó por el largo camino de la sierra hasta llegar al Cuzco, capital del Imperio de los Incas”. No obstante, si bien la ciudad fue para él, entonces, “cabeza de los Reinos y Provincias del Perú”, allá fundó una ciudad española, distribuyendo solares y haciendo crecer las nuevas construcciones sobre las pétreas sillerías incaicas. De tal manera que Francisco Pizarro, con su sentido político, le hizo buscar, como nueva y efectiva capital, una ciudad equidistante entre el Cuzco y el lago de Titicaca por el sur y Cajamarca y San Miguel de Piura por el norte, en un territorio rico y de excelente defensa. También discretamente apartada de los antiguos centros espirituales, tradicionales de los Incas.

Francisco Pizarro, al principio, pensó en Jauja, en la sierra central; pero, después, determinó buscar un sitio junto al mar.