Opinión

‘Los Heraldos negros’, primera obra del poeta César Vallejo

‘Los Heraldos negros’, primera obra del poeta César Vallejo

“César Vallejo murió –y ya es un tópico recordar a ‘París con aguacero’, según premonición de su conocido poema– antes de que la guerra civil española cesase en armas”, escribió el gran poeta español Leopoldo de Luis. Ahora mismo estoy contemplando el retrato de Vallejo, realizado por Picasso con fecha del 9 de junio de 1938. En un pueblito de las sierras de La Libertad, en Santiago de Chuco, hacia el norte del Perú, nació César Abraham Vallejo Mendoza, por cierto de recio origen cantábrico y andino. Las vivencias cotidianas de su infancia, al igual que el bucólico paisaje, sacarán a la luz el “humus” en donde aparecerán con simbólica profundidad las páginas de su primer libro titulado Los Heraldos Negros. Obra poética que, tiempo después, fue estimada por José Carlos Mariátegui como “el orto de una nueva poesía en el Perú”.

“En estos versos del pórtico de Los Heraldos Negros–afirma Mariátegui– principia acaso la poesía peruana. (Peruana, en el sentido de indígena)”. En contra del dios Júpiter, de Rubén Darío y de toda la mitología del movimiento poético acuñado “Modernismo”, César Vallejo metamorfosea al “cisne” en hombre y lo envía al punto de un “charco de culpa”. Leamos: “Y el hombre…pobre…pobre. Vuelve los ojos como/ cuando por sobre el hombro nos llama una palmada,/ vuelve los ojos locos, y todo lo vivido/ se empoza, como charco de culpa en la mirada”.

El poeta peruano César Vallejo se instala en medio del dolor: el hombre es hombre, porque es hijo y padre del sufrimiento, pues ha creado un extraño “Olimpo” donde él mismo es el lugar postrero de su propia “creación”. Un dios “desgraciado”. Y una “criatura” impotente, ajena. De modo que en torno a su propia experiencia personal la entera poesía de Vallejo edificará un “cosmos” lacerante y antropológico. He ahí cómo en él se nos entrega la inexorable unidad de vida y obra bajo un perfil de índole dramática. El poeta “vanguardista” americano Juan Larrea se detiene en la necesidad de un amor generoso, es decir, en una “tendencia hacia la universalidad y el absoluto colectivo”. Una ineludible urgencia de “fraternidad universal”.

“Absurdo, sólo tu eres puro”, escribe Vallejo. Pues los “heraldos negros” y el azar y el destino coronan lo “ciego y fatal”. Escuchémoslo: “Hay tendida hacia el fondo de los seres,/ un eje ultranervioso, honda plomada./ La hebra del destino!/ Amor desviará tal ley de vida,/ hacia la voz del Hombre;/ y nos dará la libertad suprema/ en transubstanciación azul, virtuosa,/ contra lo ciego y lo fatal”. Tenebrosos “mensajeros” que arrasan con las posibilidades humanas de llegar a realizarse. Es una “inmensa pared de cristal” contra la cual el poeta se estrella a manera de un insecto en pos de la celeste e ilusoria libertad: “Chasquido de moscón que muere/ a mitad de su vuelo y cae a tierra./ ¿Qué dice ahora Newton?”.

Ahora vuelvo mis ojos hacia la fotografía de la humilde casa de “los Vallejo” en Santiago de Chuco, al norte peruano. Su obra poética –el “vallejismo”, tan influyente en posteriores generaciones literarias, así como en el caso del magnífico poeta español Blas de Otero– es testimonio de la soledad humana: “Todos mis huesos son ajenos,/ yo tal vez los robé./ Yo vine a darme lo que acaso estuvo/ asignado para otros”.