Opinión

Los ‘Comentarios Reales’ del Inca Garcilaso

Si bien en Chayacalca –la actual Magdalena– se hallaba, presente la sede religiosa en el santuario de Pachacámac, el centro oficial, en el valle de Lima se agrupaban no pocos poblados y cultivos. Una casi al lado de otra, se alzaban las “huacas” rituales. En muchos lugares siguen siendo visibles esos montículos que, desde lejos, semejaran colinas naturales. En ocasiones, como en la “huaca” Juliana o Pugliana, se propagan a través de 300 metros, elevándose varias veces la estatura de un hombre. Las “huacas” se distribuían por los cuatro puntos cardinales del valle.

Los ‘Comentarios Reales’ del Inca Garcilaso

Ahora bien, como nos explica el sabio historiador peruano Aurelio Miró-Quesada en su obra Costa, sierra y montaña (‘Revista de Occidente’, colección ‘Cimas de América’, Madrid, 1969), “había una especialísima erigida en un sitio que no se ha podido precisar, Limatambo, Maranga, Huadea o, con mayor razón, cerca del río, tal vez modesta desde el punto de vista externo y material, pero de una trascendencia espiritual extraordinaria”. Se trataba del promontorio en el cual se hallaba el principal de los oráculos o lugar adonde se acudía a consultar la voz favorable o adversa del Destino: el santuario que, sobre este punto exacto y sencillo de la costa, tendía un misterioso manto ultraterreno pleno de niebla y leyenda.

Aquella voz prodigiosa del oráculo alcanzó a inicios del siglo XV los vívidos oídos de un pueblo que –con una almendra política comenzada en el Cuzco– había logrado, por la determinación y el valor de sus Emperadores, propagarse por una de las zonas más descollantes de América del Sur. Evoquemos ahora al célebre escritor El Inca Garcilaso, el imprescindible Cronista cuzqueño de origen español, quien ha relatado cómo, cuando el ejército de los Incas llegó a la costa y dominó al curaca Chuquismancu, el señor de los valles de Runahuánac, Huarcu, Malla y Chilca, sólo frenó sus arrestos ante otra curaca que gobernaba algo más al norte. Era el sereno Cuismancu, el señor de Pachacámac, Rímac, Chancay y Huaman. Entonces las fuerzas enviadas por el Inca Pachacútec, a cuyo frente iba Cápac Yupanqui –hermano del Emperador– y el Inca Yupanqui, el hijo que debía sucederlo en el Imperio, fácilmente hubieran podido vencer a Cuismancu. Porque, desde luego, poseían más armas y recursos, a la vez que una organización social más avanzada y una potencia vital de inigualable arrogancia. Los Incas, empero, no se amilanaban ante el ímpetu de los enemigos ni frente a los impedimentos diarios de una naturaleza abrupta y peligrosa. Se dispusieron a celebrar, junto con el indefenso curaca del Rímac, la única capitulación que se conoce en toda la historia del Tahuantinsuyo.

El Cronista Inca Garcilaso nos narra en unas expresivas páginas de su obra Comentarios Reales (Lisboa, 1609) cómo los Incas se sorprendieron del avance espiritual y de cómo habían conseguido –¡quien sabe desde qué nebulosos tiempos!– el señorío de la región de Lima que, por entonces, se encontraba en las manos de Cuismancu. Y, por ello, le proponen, no una rendición sino un solemne acuerdo. Como Cuismancu adolecía de bienes materiales, los Incas, al incorporarlo dentro de su Imperio, lo educarán en sus leyes y costumbres, más nuevas, más útiles. Los Incas, en cambio, le reconocen su gran valor espiritual. Le refrendan el uso de recibir tributos y reconocer como suyo a Pachacámac que, con el Sol, es “el hacedor del Universo”.