Opinión

Chiclayo y la palabra de don Florentino

“Tenemos un ambiente suave, tranquilo, muy sosegado, sin la aspereza grandiosa de la Sierra, sin la fecundidad de la Selva o Montaña –me revela don Florentino, mientras su esposa doña Elsa, asiente y sonríe–, pues la Costa ofrece panoramas que pasan por lo general inadvertidos para los ojos duros, pero que siempre han de seducir a los poetas”. En el departamento peruano de Lambayeque, en Chiclayo, entre la perlada neblina y el presentido rumor de las olas que se van a tender sobre la playa, observamos dunas y cercos, adormecidos puertos, valles feraces pero breves. ¿Y cómo es?  Tres hallazgos de infinitud: los arenales, la niebla y, de fondo, “el soplo denso, perfumado del mar”.

Chiclayo y la palabra de don Florentino

Cuando llegamos a Chiclayo, nos sorprende la enorme animación en las calles, en las impolutas aceras, en los comercios y, sobre todo, en las dos menudas plazas que crean el Parque principal. Estamos dentro de una de las ciudades más florecientes, más prósperas del territorio del Perú. Notable es que su centro urbano sólo cuenta con no más de doscientos años de vida. Durante la época de la ‘Colonia’ Chiclayo fue una población modesta. Incluso se pone en tela de juicio el que antes de la Conquista de los Indígenas que allí vivían hubieran constituido un verdadero pueblo. Su partida de nacimiento tal vez podríamos datarla en 1828, cuando la inundación que asoló Lambayeque provocó que numerosas familias fueran a refugiarse en Chiclayo, según el historiador peruano Miró-Quesada.

Documentos del siglo XVI nos hablan de las agrupaciones de indios de “Cinto y Collique y la parte forastera”. Más tarde, se llamó San Francisco de Chiclayo por un convento franciscano establecido allí en 1580 aproximadamente. “El nombre de Chiclayo proviene del idioma ‘muchic’ –me explica, emocionadamente, don Florentino–, como los de casi todos los lugares del departamento de Lambayeque”. El cura don Fernando de la Carrera lo cita como “Chiclaiaep” en su Arte de la lengua ‘yunga’ o ‘muchic’, publicado en 1644, sin que por las otras palabras que recoge, se pueda deducir qué significa. No faltan, empero, etimólogos que lo interpretan como “lugar donde hay ramas verdes”, otorgándole su origen en la palabra quéchua “Chiclayoc”.

Mas Augusto León Barandiarán –reconocido intelectual lambayecano– refuta tal teoría en un imprescindible artículo publicado en El Comercio a mediados del siglo XX, fundamentándose en que en esa región no llegó a hablarse la lengua quéchua. Asimismo refuta la otra tendencia que sostiene que el nombre de la ciudad procede de un legendario cacique llamado “Chiclayo”. Y muestra como prueba –que pareciera definitiva– que en un documento de donación de tierras de 1588 sólo figura con ese patronímico un indio, Juan Chiclayo, quien no era ningún cacique sino uno de los varios habitantes, aunque principales, del lugar.

“Durante la dominación española –me comenta don Florentino, de severo rostro indio, iluminado de encendidas arrugas– la vida de Chiclayo apenas tuvo relieve. Una vida lánguida, sencilla, favorecida por un suelo fértil y de tranquilo clima; las únicas notas de movimiento serían los cambios de personaje oficiales y el persistente tañido de las campanas franciscanas”. El chiclayano Nicolás de Dios Ayllón –sastre de oficio–, junto con su esposa, la mestiza María Jacinta, acaso fue uno de los personajes más recordados por sus obras de piedad a mitad del siglo XVII.