Opinión

Dos querencias

En nuestro último viaje a la tierra del castaño, el pino solitario, el gorrión de casero vuelo y los pueblos apretujados entre los acantilados o asidos a las laderas de las montañas, nos hemos acercado al lar de los recuerdos recónditos en un tiempo en que la vida era clara, sincera y limpia.
En nuestro último viaje a la tierra del castaño, el pino solitario, el gorrión de casero vuelo y los pueblos apretujados entre los acantilados o asidos a las laderas de las montañas, nos hemos acercado al lar de los recuerdos recónditos en un tiempo en que la vida era clara, sincera y limpia.
Cada vez que sucede eso, regreso al niño de entonces y me veo correteando por el inclinado camposanto de la aldea, donde jugábamos al escondite entre las tumbas y los rastrojos.
La vida era serena y transparente. Las tumbas, lugar para jugar al escondite y comenzar, en solitario, las primeras escaramuzas del amor. Aquellos cipreses erguidos, cimarrones duros contra el aire, nos asombraron siempre y aún hoy lo hacen, pues seguimos sintiendo por ellos, cuando volvemos a contemplarlos, el mismo respeto imponente del monje trapense.
Ahora la necrópolis es otra forma, un dolor más. A ras de la tierra húmeda está madre, también un hermano convertido en brizna.
Una tarde –años por medio– retornamos a nuestra niñez perdida. Era un día esplendoroso de luz y la brisa. Bajo la sombra de un ángel blanco de mármol, una mujer entrada en años, gruesa, con un rostro limpio de nácar, les recitaba con voz ronca a un grupo de imberbes un extraño pero encantador poema que los años no pudieron borrar de nuestro sentimiento.
Decían las desbordantes palabras, más que eso, almenares húmedos y brillantes: “El planeta tierra / debería llamarse planeta agua. / En la tierra hay más agua que cuerpo, / En el cuerpo hay más cuerpo que alma. / En la tierra hay más peces que aves, / En las aves más plumas que alas”.
Era el amor a la vida explicado con una entonación afectiva incomparable.
Ahora el pequeño de entonces, ya un poco más hombre y un tanto más viejo, mirará las fechadas, buscará algo que le recuerde juegos, travesuras, los primeros resquicios de algo convertido más tarde en una especie de amor primerizo.
Habrá rasgos, congeladas sonrisas en algunos rostros, y será como ir al encuentro de los viejos cardos en flor.
La emigración nos hizo ver a España desde la perspectiva de lo lejano, lo brumoso, lo casi inalcanzable, y cuando de tarde en tarde voy a los surcos de mis mayores, al encuentro del salitre en los acantilados donde en alguna desnuda espadaña hay aún la vivencia de mi niñez, me doy cuenta de que estos campos han crecido y germinado como los buenos manzanos en flor.
Desde entonces subsistimos varados entre dos orillas –una el Cantábrico, la otra el Caribe–, dejando unos jirones allí y otros en esta costa del mar ignoto, navegando entre las dudas de ser en el cruzado de la piel un errante, al ser difícil repartir un corazón entre dos querencias.