Opinión

Japón

Ya ha pasado el tiempo suficiente para confirmar que Japón es uno de mis destinos favoritos, por eso volvería en cualquier momento. El país sin alma, no inmortal, entiéndase, es un decorado perfecto en algunos instantes, en ciertos lugares, en su propio caos urbanístico o en la armonía de sus aldeas de pescadores y de sus templos, en su sociedad apenas comprensible para un occidental, en sus ritos, en sus catástrofes disimuladas como terremotos, tsunamis o erupciones, es profundamente espiritual, sincretista, sintoísta, budista, politeísta, y deja espacio al confucianismo, al taoísmo o al cristianismo, lo hace reverenciando a su emperador o al pie mismo de ese venerable dios tangible, imponente en la distancia, volcán basurero en la proximidad, el sagrado e inspirador Monte Fuji.

Un caos no puede someterse más que a la quimérica decisión de muchos, dioses o seres o, incluso, humanos en apariencia racionales. Se esconde tras un biombo; o en una capa de maquillaje de polvo de arroz; o un tejado tan fotogénico como un cerezo entre nieblas; o un jardín convertido a la filosofía zen –la salvación meditada en forma de jardín seco japonés, o karesansui–, construido con arena, grava, rocas y ocasionalmente hierba, musgo, pasto y otros elementos naturales, simulando el agua y las montañas; o el más hermoso de los kimonos bordados; o en las sutilezas de la ceremonia del té.

Tras el disfraz oculta al dragón y su fiereza. Lo necesario para el ser racional –el agua, el alimento, el clima, etc.– se convierten en dios, quizás por eso, en japonés religión o Shukyo se escribe con caracteres que significan esencial y enseñanza para los humanos y nada hay más eterno que un instante perdurable en belleza, un haiku o haikai, una composición poética de tres versos de cinco, siete y cinco sílabas respectivamente.

De mi experiencia nipona hace mucho, tanto como de mis percepciones de un país lejano en la memoria, incluso más que en los mapas, y que por una experiencia concreta recuerdo como exageradamente sexista –incluso me atrevo a afirmar que machista a los ojos de un o por un latino, que ya es decir–, en una sociedad en esencia matriarcal.

Es una cultura vanguardista incluso para el futuro previsible por un residente en la Vieja Europa, ceremonioso sin emotividad, y cuyo ritmo semeja a su música de fondo, rutinaria para el no entrenado, disfrutable incluso sin atención, que se percibe como sintonía, aunque provoque un cierto desconcierto. Lo contradictorio define. Lo feudal es cultura. Lo extraño se asimila.

El archipiélago-país, compuesto por 14.125 islas, como una adición imperfecta unida por metafóricos netsuke de agua, mares pacíficos en ironía cierta, como restaurado en sus aparentes desportilladas geografías con la delicadeza del Kintsugi –arte de reparar con resina espolvoreada con oro las fracturas de piezas de cerámica–. Es un mundo sutil, delicado, como forjado en madera y papel, silencioso en sus deslizamientos, con sus puertas corredizas, pasadizos abiertos hacia realidades mágicas, apariencias místicas, vicios inconclusos de gheisa o de monjes rudos en su apariencia.

Todo aquí parece acorde a una sabiduría pactada durante milenios para no estorbar a su dios emperador, ocupante del Trono de Crisantemo, la presencia inmóvil preservada tras muros de elevada grandeza palaciega, pétreos, formidables, protegidos tras fosos insondables que semejan contener un mar sin horizonte en el que navegar los patriotas iracundos dispuestos a inmolarse por los habitantes celestiales del recinto, también lo harán por inescrutables razones o sinrazones de honor. No ha de inquietarse tampoco al dios volcán.

La Tierra del Sol Naciente se aparenta impenetrable, indescifrable, inescrutable, inextricable, misteriosa, incomprensible, pero es la misma verdad que se ofrece transparente en las vivencias sobre el terreno. En cada imaginario particular irá tomando forma un país que, por arte de los prodigios, identificaremos como el mismo, y cuya figura percibida podremos volver a desdoblar, como un fruto del origami, para distanciar e identificar nuevas apreciaciones desenvueltas. El misterio se confirma y uno descubrirá que las sombras, enigma supremo de la luz, forman parte de la cultura, tanto como lo tangible natural o construido, y todo se somete a una naturaleza moldeadora, caprichosa, estacional, brutal a veces, dulces otras, innecesitada de ornatos.

El que vive en penumbra es porque no comprende, el japonés siempre vislumbra el más allá, intuye, revive a sus ancestros. Y todo lo expresa en sus artes tradicionales, que además de literatura, pinturas, músicas, grabados, arquitecturas, teatros –el noh, el kyogen, el kabuki y el bunraku–, cine, mangas, incluyen artesanías como cerámica, textiles, lacados, espadas y muñecos; actuaciones de bunraku, kabuki, noh, danza y rakugo; y otras prácticas, la ceremonia del té, ikebana, artes marciales, caligrafía, la ya citada papiroflexia, onsen, geisha y juegos tradicionales. Lo pequeño sublima a lo grande y todo se hace enorme y valioso, del pequeño puerto pesquero a las grandes conurbaciones. Un concepto japonés llamado shokunin describe a un artesano que busca la perfección durante toda su vida haciendo una y otra vez lo mismo. Puede ser alguien que fabrique tatamis, tazas o que elabore algún plato en la cocina, intentando perfilar día a día sus ingredientes en busca de un sabor insuperable.

Más de 2.300 años de cortesía, de atenciones, respeto y afecto permiten comprender a un pueblo aislado por el mar, pero cuyas orillas alcanzaron los mundos abarcables. Esta actitud consiente discernir los motivos de su cultura guerrera, noble y elitista, samurái, o sencilla y popular, bushi, o extrema, kamikaz; de sus artes marciales, de su estar a la defensiva, su proteccionismo, sus ambiciones, sus necesidades, sus conquistas, sus alianzas y sus históricos enfrentamientos, sus padecimientos atómicos, forman parte de una sociedad que acepta el suicidio ritual, harakiri, sostenido en el tiempo por el anhelo de honor. Una muerte así es un pensamiento o una orden ejercido, la acción hecha gesto, símbolo y puede que poesía. Y en esas dualidades han encontrado los japoneses la filosofía de lo propio, de lo genuino.

El antiguo Cipango como su poesía, es un fractal hermoso, entroncado en una historia imperecedera que se ramifica hasta el instante efímero para hacerlo eterno, es la luz armónica, lo complejo que aparenta sencillez, la calma y la brutalidad del clima, la flexibilidad del junco y la robustez del bambú –en Japón hay más de 400 clases de cañas–, la frágil camelia flor y el árbol centenario, el elaborado jardín y la espontaneidad de los bosques en paisajes nemorosos, el estanque ondulado, acicalado con nenúfares y lirios de agua, entre la niebla y la claridad del cielo azulado en campos de té sobre los que cae una persistente lluvia fina. Un haiku puede contener toda la sal del mar, y diluirla en gracia.

Todo Japón es un templo, una oración a los propios dioses, genios o espíritus creados, los kami, donde la naturaleza vive tranquila en armonía con los seres humanos y todos comparten sus bellezas con delicadeza y generosidad, en un entendimiento mutuo tácito, en el que se abraza la fugacidad y se serena lo trascendente, los errores se revierten en oportunidad para mejorar, y los poderes místicos residen en las palabras y en los nombres.

Un reflejo en un lago, el del Pabellón de Oro, me espera para confirmar mis preferencias viajeras. De ese gran país me interesan sus ecos, sus sombras, sus ondas, sus surcos, su cultura, su música, su gastronomía, sus bebidas y, muy en lo esencial, sus personas... nada de ello confirmado por mi en la hermosa breve plenitud transitada hace ya muchos años, ya han florecido demasiadas veces los almendros y los cerezos como para volver solo de memoria.

Alberto Barciela

Periodista