Opinión

Cocina Gallega

Aunque ya es sabido para cualquier estudioso de la historia de la alimentación, Luis Fonteira, en una nota escrita para la revista ‘Integración’, inicia su artículo, del que tomaremos más de un dato para esta columna, dejando en claro que “es triste reconocerlo, pero el asado no es argentino”.

Aunque ya es sabido para cualquier estudioso de la historia de la alimentación, Luis Fonteira, en una nota escrita para la revista ‘Integración’, inicia su artículo, del que tomaremos más de un dato para esta columna, dejando en claro que “es triste reconocerlo, pero el asado no es argentino”. Algo lógico, si pensamos que todo hace pensar que el hombre conoció el fuego unos 500.000 años antes de Cristo. Y si bien, como afirma Faustino Cordón, al principio el fuego fue utilizado para ahuyentar a los grandes mamíferos que amenazaban la integridad de aquellos homínidos, y no para cocinar, finalmente en algún momento surgió el primer asado de la historia, seguramente en el centro del continente africano. Recién en 1556, un par de décadas antes de la segunda fundación de Buenos Aires, llegaron las primeras vacas al territorio de la futura República Argentina, y vaya si encontraron tierras propicias para crecer y multiplicarse: se calcula que en el siglo XVIII ya pastaban libremente por la fértil llanura pampeana 40 millones de cabezas de ganado que no ostentaban marcas de propiedad, ya que cualquiera podía cazar vacas mientras no pasara de 12.000 cabezas, más que suficientes para un par de pantagruélicos asados. Con este panorama, no es de extrañar que el “asado argentino”, el de carne vacuna, parte constitutiva del ser nacional, fuera elaborado compulsivamente por los gauchos que organizaban ‘vaquerías’, grupos de paisanos que atrapaban las vacas cortándole los garrones con una lanza. Concolorcorvo, cronista del siglo XVIII, consignó sobre aquellos gauchos: “muchas veces se juntan de éstos, cuatro, cinco y a veces más con pretexto de ir al campo a divertirse, no llevando más prevención para su mantenimiento que el lazo, las bolas y un cuchillo. Se convienen un día para comer la picana de una vaca o novillo; lo enlazan, derriban y, bien trincado de pies y manos, le sacan, casi vivo, toda la rabadilla con su cuero, y haciéndole unas picaduras por el lado de la carne la asan mal y medio cruda se la comen, sin más aderezo que un poco de sal, si la llevan por contingencia”. Concolorcorvo también especificó la forma en que asaban lenguas y matambres y cómo revolvían con un palito “los huesos que tienen tuétano”, actitudes que comenzaban a prefigurar al asador criollo de nuestros días. Cayetano Cattaneo, un jesuita italiano que anduvo por estas latitudes a comienzos del siglo XVIII, consignó con algo de espanto las costumbres culinarias de los paisanos: “…no es menos curioso el modo que tienen de comer la carne. Matan una vaca o un toro, y mientras unos lo degüellan, otros lo desuellan y otros lo descuartizan (…). Enseguida encienden en una playa una fogata y con palos se hace cada uno un asador, en que ensartan tres o cuatro pedazos de carne que, aunque está humeando todavía, para ellos está bastante tierna. Enseguida clavan los asadores en la tierra alrededor del fuego, inclinados hacia la llama y ellos se sientan en rueda sobre el suelo. En menos de un cuarto de hora, cuando la carne apenas está tostada, se la devoran por dura que esté y por más que eche sangre por todas partes. No pasa una o dos horas sin que la hayan digerido y estén tan hambrientos como antes, y si no están impedidos por tener que caminar o cualquier otra ocupación, vuelven, como si estuvieran en ayunas, a la misma función”. La abundancia marcaba las costumbres, el hábito del desperdicio que también supo practicar la clase privilegiada europea en momentos de esplendor. Cattaneo sigue diciendo: “Para enviar cincuenta mil pieles a Europa matan ochenta mil toros, porque no todas las pieles son de medida. Y una vez que los mataron, fuera del cuero, y a lo sumo de la lengua, que utilizan y prefieren como alimento, dejan todo lo demás”. Muchos cronistas, especialmente ingleses, dejaron relatos sobre la forma de hacer y comer asado los gauchos. Es curioso, pero muchos comentan el gusto por la carne casi cruda, algo que se ha modificado en la actualidad, al exigir el comensal pasar de punto las carnes. El asado, tipificado como tal, apareció en el recetario que elaboró, en colaboraciones de sus amigas, Juana Manuela Gorriti en 1890. En el libro, titulado ‘Cocina ecléctica’, se describe un minucioso y detallado procedimiento para trozar, condimentar y preparar el “asado argentino”. Claro que la llamada cultura parrillera se terminó de expandir a principios del siglo XX cuando llegó a su apogeo la inmigración masiva, el asado llegó a las ciudades, e italianos, españoles, polacos, comenzaron a utilizar el mate y el asado como “cartilla de identidad”, demostración de haberse asimilado a la cultura culinaria argentina. Hacia 1950 se masificó la presencia de parrillas en las casas, configurando ese “olorcito a patria” de los barrios que describe Martín Caparrós en su libro ‘Los Living’. Tal vez por ello se tomó en estos días, el fracaso de un grupo de argentinos en un llamado Campeonato Mundial de Asado llevado a cabo en Marruecos organizado por la Word Barbecue Association, que ganó Dinamarca, como si hubiera perdido la Selección Mayor de Fútbol. No es para tanto, en definitiva, como se dijo al principio, el asado nació en África, pero se convirtió en arte en estas pampas. El equipo argentino tenía un promedio de edad de 25 años, ¡a enviar asadores con experiencia!


Riñones asados-Ingredientes: 750 grs. de riñones, 50 grs. de manteca, perejil, 2 dientes de ajo, 1 cucharadita de jugo de limón, sal.


Preparación: Limpiar bien los riñones, lavarlos, darles unas vueltas en la sartén seca, y volverlos a lavar. Salar. Machacar en el mortero, el ajo, el perejil y la manteca, añadir el jugo de limón. Untar con esta pasta los riñones y asarlos en la parrilla caliente. Acompañar con ensalada verde.