Opinión

Cocina Gallega

Como cocinero, siento un placer indescriptible frente al fuego. Me da seguridad saber dominarlo, lograr que ejerza sobre los alimentos la intensidad necesaria para lograr cocciones precisas, transformar la materia prima en manjar, generar aromas y sabores entrañables.

Como cocinero, siento un placer indescriptible frente al fuego. Me da seguridad saber dominarlo, lograr que ejerza sobre los alimentos la intensidad necesaria para lograr cocciones precisas, transformar la materia prima en manjar, generar aromas y sabores entrañables. La memoria se activa ante los movimientos mágicos de ajos, pimientos y cebollas acunando historias en el aceite de oliva que siente la cálida caricia de la llama multicolor, e invade la cocina liberando duendes, aires de Jaén, versos de Lorca, otras caricias, besos apasionados. Pero el primer sentimiento de nuestros antepasados ante el fuego, inesperado, destructivo, divino en su inaccesibilidad, fue el miedo. Miedo a lo desconocido, profundo y paralizante. El miedo, que para muchos es el más antiguo sentimiento de nuestra raza, y para otros, antesala de la muerte, fue el sentimiento que oprimió el pecho de aquellos seres que se empezaban a parecer a nosotros, ante las hechizantes llamas. Y sin embargo, fue el fuego, y no otro elemento, el que permitió que aquellos débiles y titubeantes homínidos se fueran diferenciando poco a poco de los demás animales, con más posibilidades (a priori) de supervivencia que ellos. El fuego, en definitiva, es responsable de nuestra condición de humanos. Al principio no fue el verbo, sino la necesidad de alimentarse. Aquellos cavernícolas recorrían la sabana africana husmeando para descubrir bayas, frutos, semillas, insectos, huevos o animales pequeños que se cruzaran en su camino. Imitando a otros animales, formaron hordas, y se animaron a cazar presas más grandes y así obtener carne fresca que comían cruda. No despreciaban los huesos, que rompían para ingerir el tuétano. Cuando algún rayo provocaba incendios, ellos se alejaban del fuego, pero pronto notaron que aun los grandes carnívoros también le tenían miedo atroz al destructivo elemento. Aprovecharon, entonces, para fabricar toscas antorchas, y mientras duraban encendidas, mantenían a raya a sus enormes enemigos. Pero demoraron miles de años para lograr encender fuego de manera artificial, y en el momento preciso. ¿Pero cocinar fue el primer uso del fuego? Seguramente no. Ni siquiera para protegerse del frío; lo primero que hizo el hombre en ciernes con el fuego fue atemorizar a otros animales para impedir que los ataquen, convertirse en alimento. Luego, alguno se habrá animado a llevar a la boca un trozo de carne chamuscada en un incendio forestal, le gustó el nuevo sabor, y buscó repetir la operación. Había nacido el primer asador. Entonces, por necesidad, el hombre fue adquiriendo más recursos idiomáticos que le permitieron incorporar normas de conducta complejas transmitidas por tradición oral (método que hasta hace muy pocos años se mantenía entre madres e hijas para transmitir las recetas familiares). Queda claro, entonces, que la actividad culinaria, en tanto arte y oficio, ha progresado guiada por leyes del desarrollo del conocimiento empírico o practico. El primer gran paso fue ir de la aplicación directa del fuego sobre los alimentos, a la cocción en un medio líquido que permite, entre otras cosas, guisar alimentos cárnicos y vegetales juntos. Esto da nacimiento a los primeros caldos, las primeras salsas, las primeras recetas, y el intercambio de las mismas entre distintos grupos humanos dando lugar a la fusión de gastronomías diferentes. Ya teníamos el asador, apareció el cocinero. Ahora bien, todas estas disquisiciones parecen no interesar a una camada de estudiantes entusiasmados con imitar las obras de los cocineros de vanguardia, de moda, sin quemarse la barriga aprendiendo a elaborar un buen caldo, un fondo de cocción con las reglas del arte. Me recuerda una anécdota personal: con un grupo de artistas plásticos habíamos armado un taller donde pretendíamos obtener los conocimientos del oficio que tenían los pintores del Renacimiento: hacer nuestros propios colores, pinceles, lienzos, dibujar horas y horas modelos vivos, etc. Al lado, un maestro mediático daba clases enseñando a sus alumnos copiando cuadros cubistas, abstractos y geométricos, sin pasar por las ‘tediosas’ sesiones de dibujo. Nuestro taller era gratuito, el de la celebridad carísimo. La mitad de nuestros alumnos se fue para acceder rápidamente a los estilos que vendían en ese momento. Más de uno dirá que estoy en contra de la renovación en la cocina. Al contrario, afirmo que es necesario entender a la cocina como un oficio que requiere mucha práctica para dominar todas las herramientas necesarias para lograr un plato sabroso, sano, distinto, innovador. ¿O el destino de la obra del cocinero no es ser ingerido por un comensal? Y, sin embargo, algunos piensan en la imagen del plato pero descuidan tiempos de cocción, sabor y aroma. No hay una sola publicidad de las escuelas de cocina donde se vea al noble cocinero transpirando la gota gorda delante de los fuegos; no, en todas se ven hermosos modelos vestidos de cocineros con el ojo a dos centímetros de la hoja de perejil depositada con precisión de cirujano en un ángulo de la fuente. Hay que insistir en la vocación, como motor para lograr ser eficiente en el oficio. Antonin Careme, a quien su padre dejó en la puerta trasera de una cocina por no poder alimentarlo, ingresó al oficio como pinche o pícaro (así se llamaba en España a los niños que hacían trabajos menores en las cocinas a cambio de comida), y pronto demostró buena mano para cocinar. Autodidacta, pasaba largas horas quitadas al descanso copiando obras de arte en el Louvre, leyendo e informándose. Pronto se convirtió en uno de los chef más importantes de Europa, admirado y respetado por todos. Es un ejemplo de autosuperación y vocación. Creador de salsas, y recetas complejas, entre los muchos platos extranjeros que admiraba estaba el que parecía más simple: el cocido español. La idea también la replicó Escoffier al decir “hagamos las cosas sencillas, sencillamente”. Tal vez el fallecido Santi Santamaría, el margen de la promocionada polémica con Adriá, haya indicado el único camino a seguir para los que aspiran a ser cocineros: “cocinar, cocinar, cocinar”. Prefiero que me critiquen el delantal manchado, y no una salsa quemada.

 

           Ingredientes de Roscos de Yema: 7 yemas de huevo, 250 grs. de azúcar, 1 copa de aguardiente, ½ Kg. de harina, 6 cucharadas de aceite.

            Preparación: Mezclar bien todos los ingredientes hasta formar masa homogénea. Formar roscas y llevar a horno caliente hasta dorarse.