Opinión

Cocina Gallega

En la antigüedad, si bien en ciertas culturas fueron duros y exigentes hasta la crueldad con sus cocineros (en China los Emperadores no dudaban en ejecutar a quien no acertaba con sus gustos culinarios), en otras, como la griega, eran tan indulgentes que acuñaban dichos como “el cocinero comete un error y los palos los recibe le flautista”.
En la antigüedad, si bien en ciertas culturas fueron duros y exigentes hasta la crueldad con sus cocineros (en China los Emperadores no dudaban en ejecutar a quien no acertaba con sus gustos culinarios), en otras, como la griega, eran tan indulgentes que acuñaban dichos como “el cocinero comete un error y los palos los recibe le flautista”. De hecho, suponemos que para compensar el peso cultural de los Siete Sabios, los helenos adoraban a sus Siete cocineros legendarios: Egis de Rodas, el perfecto cocinero de pescados; Nereo de Chios, inventor del caldo de congrio (al que siglos después cantaría un Neruda embelesado con su “caldillo de congrio”); Chariades de Atenas, Lampria, creador de la salsa negra, a base de sangre; Apctonete, inventor de los embutidos; Euthyno, especialista en lentejas; Aristón, el gran maestro de los guisados.
En Roma llegaron a erigir estatuas a un cocinero por orden de un Emperador que no dudaba en reunir al Senado para debatir la mejor manera de guisar un enorme rodaballo. En Sibaris (patria de los sibaritas, claro), los cocineros que creaban un gran plato gozaban de enorme prestigio y eran acreedores a una especie de “derecho de autor” por el termino de un año.
Ya se sabe que Leonardo da Vinci estaba más orgulloso de su titulo de Maestro de Banquetes de Ludovico el Moro que de su oficio de pintor, al que se resignó después de dos fracasos, en sociedad con Sandro Boticcelli, de sendos emprendimientos gastronómicos. El gran Rossini soñaba con ser reconocido también como cocinero, y Alejandro Dumas reservó para el último libro de una colosal producción literaria al tema gastronómico.
En la Edad Media el Gran Cocinero gozaba de grandes privilegios, algunos inusitados para un plebeyo, como usar espada al cinto o vestir de negro en la puritana Corte española. En la Italia renacentista el cocinero ingresaba a la sala de banquetes rodeado de músicos y bailarinas que ejecutaban fantásticas coreografías alrededor del maestro. Petronio, en su Satyricon, relata algunos episodios con cocineros formando parte de verdaderos espectáculos alrededor de la comida para entretener a los asombrados comensales. En los fríos castillos, los cocineros tenían reservado un sitio cerca de la chimenea, que hasta envidiaba el Señor feudal, y tenían la llave del depósito de las especias, verdaderos tesoros de la época. Carême se dio el lujo de no descubrirse (hecho que le podía costar la cabeza a cualquier mortal) delante del temible Pedro el Grande, zar de todas las Rusias, que luego lo llevó a su país para que le cocinara. Y el romano Apicio fue una especie de ídolo y referente para sus contemporáneos. En fin, pero a pesar de tantos privilegios no se conocen casos de nobles que dieran en matrimonio la mano de su hija a uno de estos profesionales de los fogones, por más eficientes que fueran en su arte. El prestigio social del cocinero del que gozan algunos mediáticos chef era impensable. Claro que la fama la amasaban antiguamente los maestros del cucharón cerca de los fogones, y actualmente la mayoría no seduce al televidente por su pericia sino por su imagen artística, por el show que interpretan.
Sus evoluciones presentando platos de compleja e improbable elaboración en el hogar, fascinan tanto como sus trajes y los utensilios extraños que utilizan, llaman a engaño a quienes honestamente quieren iniciarse en la profesión. Y se defraudan cuando entran en una cocina “de verdad” y deben sudar la gota gorda para lograr que el comensal quede satisfecho. Alguien de carne y hueso, que sueña, como el personaje de un cuento popular irlandés: “…como desearía que, en lugar de esta mesa vacía, tuviéramos frente a nosotros un sabroso guiso de cordero y nabos, caliente y abundante, y una gran hogaza de pan para acompañarlo, redonda y blanca como la luna…” Porque de eso se trata precisamente. Nuestras madres y abuelas lo sabían, los celtas consideraban que el caldo simbolizaba la regeneración mágica que se espera de un nuevo rey, y ponían mucho cuidado en su elaboración. Las cazuelas, calderos y marmitas se vinculan en muchas culturas a la revitalización y la unión. Por ello, muchos paisanos lo recordarán, en la mayoría de los hogares se mantenía la tradición de tener una sopera como centro de mesa. El personaje imaginario “creco” o “coco”, cuyo nombre deriva del latín “cocus”, cocinero, habitaba en las cocinas. De hecho, se asocia a nuestras entrañables meigas con elementos de cocina: calderos, morteros, cocciones prolongadas que también usaban los alquimistas.
El inevitable procedimiento de “baño María” se atribuye precisamente a una alquimista legendaria llamada María la Maga. ¿Y toda esta lata alrededor de la profesión de cocinero, a que se debe Manuel? Pues, se me ocurrió compartirla mientras cocinaba una merluza con un toque dulce.

Ingredientes- merluza con pasas: 1 kilo de merluza, 100 gramos de pasas de uvas, 4 tomates maduros, 1 taza de vino blanco, 2 cebollas, pimienta, sal, harina, aceite de oliva.

Preparación: poner las pasas a hidratar en agua templada. Limpiar y lavar el pescado, cortarlo en postas de 2 centímetros, secarlo, salpimentar y pasarlo por harina; freír hasta que esté ligeramente dorado. Reservar caliente. Cortar la cebolla en aros, y rehogarla en un poco de aceite, añadir una cucharadita de harina y revolver, agregar el vino, dar unas vueltas y evaporado el alcohol incorporar los tomates, pelados, sin semilla y cortados en cuadraditos. Cocer unos 10 minutos, y luego pasar la salsa por el chino. En una cazuela colocar la merluza, cubrir con la salsa, añadir las pasas, rectificar sal y cocinar 5 minutos para amalgamar sabores.