Opinión

Cocina Gallega

Más de un periodista y escritor se ha visto tentado a investigar mitologías gastronómicas, bucear en inciertos nacimientos de platos y costumbres. Néstor Lujan, Juan Perucho, Xavier Domingo, Manuel Vázquez Montalbán, en España; Osiris Chierico, Miguel Brascó, José Luís Álvarez Fermosel (madrileño en exilio voluntario en este puerto sin mar), Abel González, entre otros muchos en Buenos Aires.
Más de un periodista y escritor se ha visto tentado a investigar mitologías gastronómicas, bucear en inciertos nacimientos de platos y costumbres. Néstor Lujan, Juan Perucho, Xavier Domingo, Manuel Vázquez Montalbán, en España; Osiris Chierico, Miguel Brascó, José Luís Álvarez Fermosel (madrileño en exilio voluntario en este puerto sin mar), Abel González, entre otros muchos en Buenos Aires. Todos, unos y otros, bebieron en la inagotable y mágica fuente de nuestro Cunqueiro, imaginativo creador de leyendas con rigorosos datos históricos cuya veracidad solo el insigne lucense conocía. Precisamente en Elogio de la Berenjena, “sabroso” libro de Abel González, extraemos curiosidades que tienen como protagonista, entre otros personajes, a Borges. Cuenta el periodista que en una conferencia el autor de El Aleph acusó a Joyce de extravagante, y cuando le preguntaron por que decía eso, contestó sin titubear que el irlandés no solo había aprendido noruego para leer a Ibsen en su idioma original, sino que también tenía la rara costumbre de untar las tostadas para el té de los dos lados: en uno ponía manteca y en el otro la mermelada. Eso le parecía a Borges el colmo del esnobismo.
Claro que el escritor no era precisamente un sibarita. Estela Canto, que mantuvo con él un amor más o menos platónico, recuerda que en los breves encuentros románticos, Borges comía sopa de arroz, un trozo de carne muy cocida, queso y dulce de membrillo. Nada más lejos de los platos que incitan a las lubricidades aconsejadas por el inefable marques de Sade.
En su infancia en Buenos Aires, a los diez años para ser precisos, el tímido Georgie había probado en casa de unos vecinos inmigrantes italianos “unos pastelitos de masa, con un relleno muy raro, bañados con salsa de tomate y queso rallado” que le parecieron un plato de lo más exótico. Pero su paladar siguió indiferente a nuevas experiencias, no se recuerda que haya vuelto a probar ravioles en su vida. Ya con 68 años, para explicar su divorcio de la primera esposa, después de brevísimo matrimonio, dijo que ésta le había servido de cena, al mismo tiempo, una ensalada y un café con leche; entendí que no me quería, concluyó el escritor.
A diferencia de Borges que abominaba de la buena mesa tanto como de las relaciones carnales, el emperador Hsuang Tung no se sentaba a la mesa si antes sus cocineros no le hacían un relato completo y colorido de lo que iba a comer momentos más tarde. Después, con gran ceremonia y gestos elegantes, el monarca apenas probaba un solo bocado de algunos platos, en especial los que tenían zanahorias, a las que atribuía poder reconstituyente. Y si no se quedaba sin hambre era porque nunca le presentaban menos de 150 platos distintos. En el año 745, apenas vio a la mujer de uno de sus hijos se enamoró, y el vástago no tuvo más remedio que repudiarla para que se pudiera casar con el emperador, y convertirse en su séptima esposa. La hermosa Yang Guifen tenía 15 años, y pronto sedujo totalmente al emperador y manejó los asuntos de estado con descarado nepotismo. El poder, dicen los cronistas y el poeta Li Po, residía en un té en el que mezclaba pétalos de exóticas y daba de beber todas las noches antes de compartir el lecho con el anciano esposo. Una revuelta de militares, descontentos con los abusos de la concubina real, obligó al emperador a condenarla a muerte. Un argumento digno de Borges.
Abel González no duda en llegar al sacrilegio cuando de relatar anécdotas gastronómicas se trata. En otro capitulo de su libro afirma que Napoleón es el inventor del choripan, integrante del altar gastronómico argentino. Dice, para confirmarlo, que el gran Corso, a veces sin bajarse del caballo, despachaba humeantes chorizos asados y puestos dentro de una hogaza de pan. Y hablando de sándwich, recordamos que el precursor fue un jugador empedernido, lord John Montague, cuarto duque de Sándwich, que comía viandas dentro de dos tajadas de pan para no tener que abandonar la mesa de juego. Dicen que Henry Millar tuvo la idea, nunca concretada, de escribir un libro titulado ‘La vuelta al mundo en 80 sándwich’. Tendría material de sobra: cada país (y cada persona) tiene su emparedado especial, en España es típico el de tortilla, los uruguayos, si obviamos sus “chivitos”, sintetizan el sándwich hispano rellenando el pan con papas fritas; los italianos al pan con ajo le añaden salami o longaniza, los franceses mueren por el de queso Camembert, en Medio Oriente le ponen albondiguillas, ensalada y puré de garbanzos. Los americanos inventaron un horror gastronómico con pasta de maní y mermelada de frutas, los escandinavos tienen el smorrebrod, con 37 ingredientes diferentes. Sin conocer la historia, este cocinero solía imitar a Hemingway, quien a bordo de su barco calentaba dos rodajas de pan de molde, y en el medio ubicaba un enorme y tentador huevo frito. Ingenio y sabiduría nunca faltaron a los emigrantes para alegrar el paladar con lo que tuvieran a mano, que no hay condimento mejor que el hambre, ni amor más intenso que el amor a la comida. Cierto paisano, segador en Castilla durante la posguerra, recordó un sándwich sublime: entre dos trozos de pan unas gotas desafiantes de aceite de oliva, y a soñar con amores en la tierra añorada.


Ingredientes- salmón con fideos:
1 Kg. de salmón rosado, 2 cebollas, 3 dientes de ajo, 1 vaso de vino blanco, 1 taza de salsa de tomate, 1/2 litro de caldo de pescado, 400 grs. de fideos tipo spaghetti, aceite de oliva, sal, perejil, pimienta, azafrán.

Preparación: Picar las cebollas, los ajos y el perejil. Rehogar en 2 cucharadas de aceite de oliva, cuando la cebolla esté tierna añadir el azafrán diluido y el vino blanco. Dejar que evapore el alcohol e incorporar la salsa de tomate. Dejar cocer 15 minutos. Añadir el caldo de pecado y cocinar otros 15 minutos. Poner el salmón, sin piel y sin espinas, cortado en dados grandes. Salpimentar, y mover un poco la cazuela. Hervir los fideos aparte, en abundante agua con sal. Y cuando estén al “dente”, escurrirlos y volcar en la cazuela, moviendo la misma hasta que se amalgamen bien los sabores, dejar 5 minutos a cocción lenta, y servir.