Opinión

Cocina Gallega

Muchos creen que los gallegos, durante cien años de constante emigrar para ‘hacer la América’, bajaban de los barcos vestidos de camareros o cocineros. Pocos imaginan cómo eran las aldeas en el Fin de la Tierra en 1860, 1890, 1910 y aun en 1950.

Muchos creen que los gallegos, durante cien años de constante emigrar para ‘hacer la América’, bajaban de los barcos vestidos de camareros o cocineros. Pocos imaginan cómo eran las aldeas en el Fin de la Tierra en 1860, 1890, 1910 y aun en 1950. Algunos habrán leído que la oscura Edad Media amenazaba perpetuarse a la sombra de los castillos y fortalezas de los señores de Lemos, Andrade, y otros herederos del ‘señor de Galicia’ en el primer milenio, Fernández de Traba; pero les cuesta relacionar a sus laboriosos y pacíficos antepasados con siervos, hombres y mujeres sin tierra ni heredad, sin esperanza, esclavos sin voz. Mineros, pescadores, buenas personas que en la mayoría de los casos nunca habían estado en un restaurante. Pero que aun en la miseria, recibían al caminante, al peregrino, al visitante inesperado, con una sonrisa y un plato generoso, pan y vino. La hospitalidad es innata en nuestro pueblo, natural compartir la mesa. Tal vez porque hospitalidad y camaradería van de la mano, muchos emigrantes abandonaron profesiones sin salida laboral en el país de acogida y se insertaron con naturalidad en el rubro de la restauración y hostelería junto a otros paisanos llegados con anterioridad.
Si la primera intención era regresar, la realidad impuso recrear las tradiciones para no olvidar, dar a conocer la tierra de origen a los herederos de su identidad. Conocer un pueblo sin viajar sólo es posible conociendo su cultura, literatura, artes plásticas, música, y claro, gastronomía. La cocina encierra mucho de las características de un pueblo. Por lo que comen, sabremos del paisaje, del clima, de su historia, la idiosincrasia de sus habitantes. Al no abandonar sus tradiciones gastronómicas, los emigrantes pusieron de relieve su fidelidad a las raíces, la clara identificación colectiva relacionada con los alimentos que su tierra de origen ofrece generosa. Cuando tuvieron que incorporar ingredientes de otro país, para sustituir o recrear una receta, lo hicieron con respeto para no traicionar la tradición, la identidad de su colectivo. Así, quienes degustaron los platos elaborados por estos hombres y mujeres lejos de su patria, experimentaron la esencia de una cultura milenaria, conocieron el lejano país allende el Océano.
Decía el poeta Pedro Salinas: “Hoy son las manos la memoria. / El alma no se acuerda, está dolida. / de tanto recordar. Pero en las manos/ queda el recuerdo de lo que han tenido…”. Y las manos de estos pescadores devenidos cocineros, de labriegos mutados en camareros, recordaban las duras jornadas en el mar, el sol infernal durante las cosechas; pero también el aroma del marisco o el pescado recién arrebatado a las aguas, el sabor de la patata recién cosechada, la zorza aun sin embutir, el caldo omnipresente, y el pan horneado al amanecer. Vieron la oportunidad de servir a otros para tener lo suyo, ser dueños de su destino, propietarios finalmente, “dones”. Y no la desaprovecharon. Cuando a veces leo y oigo voces que descalifican, con sentido peyorativo, la “cultura de la empanada y el cocido”, las reuniones gastronómicas a las que son tan aficionados los emigrantes, pienso cuan lejos están de entender la llamada Galicia Exterior, cuan proclives a olvidar el pasado reciente, la verdadera historia, los sabores auténticos.
Los recetarios publicados en España entre finales del siglo XIX y principios del XX (recordamos a Ángel Muro, Picadillo, Pardo Bazán), cuando comienza la gran epopeya de la emigración masiva, estaban claramente influenciados por la cocina francesa; aun los que recogían recetas españolas o regionales planteaban métodos de elaboración foráneos. Pero los emigrantes necesitaron recuperar sus recetas ancestrales, no perder de vista los guisos que les permitieran recordar su pasado. Claro que se maravillaron, en Argentina, con la calidad de la carne y su accesibilidad, pero enseñaron a sus empleados criollos a cocinar tortillas de papas, ternera a la española, callos, arroces valencianos, pucheros “mixtos” con choclo y batata y más carne vacuna que porcina. La llamada cocina porteña es una clara muestra de fusión entre la cocina española, italiana, judía, árabe y criolla. Si se mira bien, la cocina gallega se mantuvo y evolucionó gracias a los emigrantes, lejos de la tierra. Claro que a las buenas intenciones de, por dar un nombre, Toñi Vicente, se opone la visión de los que piensan que Girona está más cerca de Galicia que Buenos Aires, Montevideo o Caracas, y se encandilan con las codiciadas estrellas Michelín que premian modas antes que legados populares, experimentos antes que platos eternos. ¿Cuántas veces nos deleitamos con creativas y económicas verduras rellenas? Morrones, tomates, papas, zapallitos, y hasta cebollas nos seducían con su color y aroma. Vamos, pues, con unas cebollas para sonreír.


Ingredientes-Cebollas rellenas: 8 cebollas medianas/ 150 grs. de carne picada de cerdo/ 150 grs. de carne picada de ternera/ 100 grs. de miga de pan/ 2 dientes de ajo/ 4 huevos/ 1 taza de leche/ 1 taza de caldo de carne/ Perejil picado/ Sal/ Harina c/n/ Aceite c/n.


Preparación: Pelar las cebollas, separar el casquete y un poco de base para que se asienten. Cocerlas en agua hirviendo unos 20 minutos. Sacarlas, escurrir y reservar el agua de cocción. Poner en un bol la carne picada, la miga de pan remojada en leche, el perejil, el ajo picado, un chorrito de vino blanco, los huevos batidos, y la sal. Amasar bien. Vaciar el centro de las cebollas y rellenar con la masa de carne. Volcar huevo batido sobre este relleno, y pasar la cebolla por harina. Freír en sartén profunda. Ir colocando las cebollas en una fuente de horno, echar el caldo caliente hasta que cubra la mitad de las cebollas. Llevar a horno precalentado a 160º 30 minutos y servir.