Opinión

Cocina gallega

Los gallegos, en general, no somos de comer postres dulces; un poco de queso, tal vez acompañado de dulce de membrillo, fruta del tiempo para alargar la sobremesa y servir de guía al infaltable licor. Pero hay un amigo que vive recordándome los pestiños que le hacía su madre en un pueblito de Ourense.

Los gallegos, en general, no somos de comer postres dulces; un poco de queso, tal vez acompañado de dulce de membrillo, fruta del tiempo para alargar la sobremesa y servir de guía al infaltable licor. Pero hay un amigo que vive recordándome los pestiños que le hacía su madre en un pueblito de Ourense. Ya casi nadie, en el ámbito familiar, se toma tiempo para elaborar la característica masa aromatizada con anís y canela y luego bañada con miel allí en la Comunidad Autónoma; algunos restaurantes los recuperan, especialmente en Semana Santa; en Morriña son infaltables las orellas con mel, y tienen un lugar destacado en la carta de postres junto con las torrijas de leche. Es de destacar que muchos postres regionales (obviados en los recetarios de cocina española) tienen relación directa con las festividades patronales, las más importantes de cada pueblo.
Hay dos tratados clásicos en España que datan del Siglo de Oro: ‘Arte de Confitería’, publicado en Alcalá de Henares en 1592 por don Miguel de Baeza, confitero de la ciudad de Toledo. Y ‘Arte de Repostería’, de Juan de la Mata, “que contiene todo género de dulces secos y en líquido, Vizcochos, Zurrones, Natas, Bebidas heladas de todos géneros, Rosolís, Mistelas y otras”. Muchos de los postres publicados en dichos libros se pueden ver en los escaparates de las confiterías tradicionales, especialmente en las capitales de provincia o ciudades pequeñas. Pero en ‘La cocina Gallega’, fascinante recetario con un ensayo de Álvaro Cunqueiro, el capítulo de dulces apenas ocupa el 5% de sus páginas, poniendo en evidencia lo aseverado en las primeras líneas de esta nota. Pocos saben, sin embargo, que el “huevo hilado”, esa masa de consistencia de hilo de yema azucarada tan decorativo en mesas de fiambres y dulces, casi un clásico de la alta cocina francesa, es de tan origen español como el consomé. Las natillas, uno de los tantos postres de huevo y leche que se consumen en España, ya tienen fama internacional y está presente en casi todos los restaurantes con resultados que no siempre honran su origen.
Para terminar con los pestiños, digamos que el griego Arquestrato, a quien le debemos mucha información sobre la gastronomía en la Grecia Clásica, menciona un postre similar que denominaban Staitilas, y lo describe como una pasta frita en aceite, que cubrían con abundante miel y queso, y salpicaban con semillas de sésamo en lugar del anís que nos apetece.
Hace unos días organicé una cena con un grupo de amigos para degustar el primer cocido de la temporada 2009 (¡qué remolón resultó este otoño!), y, como sorpresa para los entusiastas comensales, incluí unas castañas cocidas (de las que vende el amigo y paisano José Mosquera, dueño de Magla) acompañadas con unas finas lonchas de tocino. La sorpresa me la llevé yo al comprobar que la mayoría nunca había probado el delicado fruto sin el clásico almíbar, y pocos estaban enterados de que antes del Descubrimiento de América y la llegada de la papa a Europa, la castaña era el acompañamiento natural, junto a los nabos, de todo tipo de platos. ¡Es que nos cuesta imaginar el pulpo sin pimentón y la cazuela sin tomate!
Ahora bien, no está muy claro el origen de nuestras castañas. Jenofonte hace unas referencias a ellas en su obra ‘Anábasis’ cuando menciona a los mosinecos, pueblo que vivía cerca del Mar Negro, diciendo: “En los graneros había muchas nueces lisas. Este era su alimento principal, que hervían y cocían como pan”. Por el comentario, deducimos que en Grecia no las conocían. Sin embargo, el nombre actual derivaría de Kastania, una ciudad griega a donde habría llegado el fruto desde el Cáucaso en el siglo V a.C.; algunos estudiosos prefieren pensar que la palabra tiene raíces indoeuropeas y viene de ‘kas’ (pinchar, por los duros pelos de los erizos). Los romanos la conocieron de los griegos, y la llevaron a todo su Imperio, incluyendo la Península Ibérica, donde, aparentemente ya existía una especie de castaño. Curiosamente, el meticuloso Julio Moderato Columela en el siglo I,  en sus documentados ‘Doce libros de Agricultura’ hace referencia al castaño que describe como parecido al roble, su cultivo, la utilidad de su madera para fabricar tutores en los viñedos, pero no menciona el fruto, ni su uso como alimento. De todas maneras, está claro que, por su alto valor energético, las castañas fueron desde muy antiguo utilizadas por las poblaciones rurales, que las consumían asándolas recién recolectadas en los montes cercanos o conservadas secas. Por mucho tiempo los castaños crecieron en forma silvestre, sin ser tenidos en cuenta para una agricultura sistematizada e intensiva. Actualmente se aprecia su cultivo en toda la cuenca del Mediterráneo, Europa central, Islas Británicas, sur de Rusia, y algunos países de América. La alta gastronomía dio un lugar de privilegio al ‘marrón glasé’ y nosotros, lejos de la Patria, nos emocionamos hasta las lagrimas con el vigoroso baile ritual (hay que hacer un corte en forma de cruz para que no estallen) de las castañas sobre el fuego; morimos por unas castañas asadas precisamente ahora, en otoño. En fin, no estaría mal en estas tardes grises rioplatenses, con remedos intermitentes de nuestra añorada chuvia miudiña, freír unos pestiños. Vamos a la cocina.


Ingredientes-Pestiños: 300 grs. de harina/ 1 tacita de aceite oliva suave/ 1 tacita de vino blanco/ 2 cucharadas de granos de anís/ 1 copita de licor de anís/ Cáscara de un limón/ 250 grs. de miel/ Azúcar impalpable/ Aceite para fritura profunda.


Preparación: Calentar el aceite de oliva con la cáscara de limón, retirar el fuego, quitar la corteza, añadir los anises y dejar enfriar. Pasar a un recipiente y añadir el vino y la harina. Mezclar y amasar hasta lograr una masa fina y hecho un bollo dejar reposar 30 minutos.
Estirar con el rodillo hasta lograr una lamina delgada. Cortar en rectángulos de 10 x 6 cms y enrollar por una esquina formando un cilindro ancho y aplastado, o un pañuelo con dos esquinas dobladas hacia el centro. Presionar en las uniones humedeciendo con agua fría para mantener la forma durante la fritura.
Freír en abundante aceite, poniendo unos pocos cada vez, escurrir y dejar enfriar. Calentar la miel con un poco de agua a fuego lento hasta que rompa el hervor. Retirar del fuego y bañar los pestiños dejándolos escurrir sobre una rejilla. Espolvorear con azúcar impalpable antes de servir.