Opinión

Cocina gallega

“La emigración es un sueño, un delirio, una fiebre que la medicina puede estudiar. Sus síntomas son ver en sueño un país dorado por el sol, rico de una vegetación virgen y enmarañada, donde se cuenta por miles de duros, y se gana una fortuna en el tiempo en que aquí se gana, cuando se gana, una peseta. La patria, aparecerá a sus ojos como la amante desdeñada.

“La emigración es un sueño, un delirio, una fiebre que la medicina puede estudiar. Sus síntomas son ver en sueño un país dorado por el sol, rico de una vegetación virgen y enmarañada, donde se cuenta por miles de duros, y se gana una fortuna en el tiempo en que aquí se gana, cuando se gana, una peseta. La patria, aparecerá a sus ojos como la amante desdeñada. Ese país de oro es como una novia de noche de mayo… El enfermo de fiebre emigradora entristece; tenazmente se apodera de su alma su sombra. Él es aquí pobre, mísero; allí será rico. Aquí anda a pie; allí andará en una carroza. Aquí regatea los ochavos; allí desperdiciará los centenes. Llega el periodo rico de la fiebre. El enfermo se va. Un vapor será el caballo cavileño de la aventura. Ciegos de ilusiones como el hidalgo, espolearán los costados de madera del caballo para llegar pronto. Y al huir de su patria se despide de ella, agitando un pañuelo que mariposea hasta desvanecerse en último adiós, como un ave que muere volando…”. Así, con estilo almibarado y artificioso, el escritor y periodista español, nacido en Cuba en 1856, Ortega Munilla, cuya obra cumbre fue engendrar al filósofo José Ortega y Gasset, describía el fenómeno de la emigración pintando una imagen diametralmente opuesta a la que nos muestran los geniales dibujos de Castelao. Sin analizar su visión de El Dorado en el que ya ningún Adelantado creía, está claro que hablar de “huida” de la patria, es desconocer la génesis y la esencia de una trágica epopeya que desangró especialmente a Galicia. Claro que en la transición del siglo XIX al XX, España estaba perdiendo sus colonias de ultramar enredada en sus propias contradicciones y en la miopía de sus gobernantes, la imagen de los ricos indianos ilusionaban aún a señoritos y doncellas empobrecidos, también a campesinos, jornaleros, marineros, prostitutas y truhanes que veían en América, en general, y en la Reina del Plata, en particular, la Meca a conquistar. No siempre se conseguía fortuna. Alguna vez recordamos la historia del patriarca de la familia Vilas, sastre de oficio, emigrado a Cuba y Argentina (donde llegó a trabajar en las famosa tienda Gath&Chaves, uno de cuyos dueños era un emigrante gallego que sí había hecho fortuna), y retornado sin demasiado dinero en los bolsillos. Claro que las monedas americanas sentarían las bases para crear, vía femenina, la saga de hosteleros de la famosa Casa Vilas.
Está claro que ningún barco navega sin un puerto al que dirigirse, y de los muelles gallegos salían hombres y mujeres con un solo objetivo: “hacer la América”; esto es, trabajar duro para enviar dinero a sus familiares, ahorrar para regresar con una pequeña hacienda, regresar nuevamente para curar la morriña. Nadie pensaba en huir cuando soltaba amarras, pocos quemaban las naves antes de 1936. Tal vez por aquella idea celta de la necesidad de morir en la tierra natal para no vagar eternamente buscando el hogar tutelar, la cuna definitiva de sus ancestros. El árbol crece esperando morir en la misma tierra donde nació, y somos hijos del roble que envejece bajo la luz de la luna que aparece puntual en el horizonte desde siempre.
Es inquietante que algunos piensen, casi cien años después de los escritos de Ortega padre, que los emigrantes se fueron porque huyeron de su patria como ladrones, o cobardes incapaces de enfrentar miserias y tiranías. Sin duda hizo falta mucho valor para enfrentar futuros inciertos en países desconocidos, sin dinero ni educación, en muchos casos sin oficios adecuados para ganarse la vida en el país de acogida. Y mucho patriotismo para erigirse en la voz de sus paisanos condenados al silencio, promover la cultura y las tradiciones propias allí donde se asentaron y formaron familias. Los nietos que ahora reclaman identidad y doble ciudadanía, y tanto encandilan a los políticos por su poder de convocatoria, ¿parecen descendientes de conejos asustados? No, son retoños que crecieron con fuerza después de una imprudente poda que amputó la identidad de sus padres, a quienes los viejos emigrantes de principio del siglo XX quisieron proteger instándolos a insertarse en la cultura del país de acogida, negando de alguna manera su origen campesino y marinero en el Antiguo Fin de la Tierra. Serán ellos los que garanticen la continuidad de la cultura gallega, los custodios del enorme patrimonio que albergan las instituciones, los orgullosos ciudadanos, en suma, de Galicia Exterior. Una Galicia que es parte indisoluble de la Galicia territorial, pese a quien le pese. No en vano, al participar activamente en los festejos de los Bicentenarios de las independencias de las antiguas colonias españolas en América, el gobierno español reconoce la importancia de las jóvenes naciones como bloque socio-cultural y económico con la impronta iberoamericana. Nuestros destinos, a ambos lados del Atlántico, están definitivamente unidos. En fin, vamos a la cocina a elaborar una tarta que llevará, como antaño el pecho de los bravos astur-galaicos, la cruz del Apóstol que nos acompaña en este viaje circular interminable.


Ingredientes-Tarta de Santiago: 500 grs. de almendras molidas / 500 grs. de azúcar / 9 huevos / 150 grs. de harina / 100 grs. de manteca / 1 copa de vino dulce / 1 cucharadita de canela / 50 grs. de azúcar impalpable / 1 molde con la cruz de Santiago.


Preparación: Preparar una masa con un huevo, la manteca, la harina y agua. Dejar reposar y luego estirar con el palote y forrar un molde enmantecado. En un bol mezclar la almendra molida con el azúcar y la canela. Añadir el vino y los huevos batidos. Mezclar bien con la espátula. Cuando se forme una pasta homogénea verter sobre el molde y llevar a horno medio, una hora aproximadamente.
Retirar y dejar enfriar. Colocar el molde con la figura de la cruz y espolvorear azúcar impalpable. Retirar el molde y servir acompañado de un licor dulce.