Opinión

Cocina gallega

Nos acercamos al mes de mayo, que equivaldría (en lo referido a estación otoñal) al octubre de nuestro finesterre atlántico. Y como allí, preparamos el ánimo y el paladar para los grandes cocidos, orgía de sabores y aromas, ramas de laurel ahumando el cielo, guisos naciendo mágicos y misteriosos dentro de enormes úteros de hierro.

Nos acercamos al mes de mayo, que equivaldría (en lo referido a estación otoñal) al octubre de nuestro finesterre atlántico. Y como allí, preparamos el ánimo y el paladar para los grandes cocidos, orgía de sabores y aromas, ramas de laurel ahumando el cielo, guisos naciendo mágicos y misteriosos dentro de enormes úteros de hierro.
Claro que nos tendrían por salvajes si en el territorio de esta inmensa urbe, en vez de ir pacíficamente a la góndola del supermercado a comprar las vituallas necesarias para satisfacer nuestros instintos, reuniéramos a los vecinos para participar de la matanza de cerdos, esa mezcla de rito ancestral y festividad tan cara a nuestros sentimientos.
Sucede que el cerdo (y su antecesor, el mítico jabalí celta) fue, desde tiempos inmemoriales, la base de nuestra alimentación. Por ello, la Matanza, así, con mayúscula, a partir de San Martiño, promediando el otoño y a lo largo de un invierno que se extiende moroso hasta el martes de carnaval, era ¡qué duda cabe! una fiesta para los cinco sentidos. Claro que los peculiares berridos de agonía proferidos por los animalitos enfrentados a su destino y al gesto fiero del matarife detrás del acero verdugo y lunar, solían quedar como hiedras venenosas adheridas a la memoria, lúgubre música premonitoria de futuros sacrificios a lo largo de la vida, por vivir de los frutos de la madre tierra.
De aquellos años añoro (¡ya nadie come ciertos platos!) los hígados con cebolla, los riñones con arroz, los chicharrones dentro de enormes hogazas de pan, las filloas de sangre barnizadas con la celestial miel del Val de Quiroga. También el trabajo comunitario, el pueblo entero generando una febril actividad, salando tocinos, jamones, lacones, costillares; picando la carne para poner en zorza y amasarla con ajo, sal, pimentón y orégano. Era deliciosa, con la excusa de probar sazón, una buena cucharada de zorza en la sartén caliente y un huevo para acompañar, un racimo de uvas para refrescar la garganta, y sentarse cerca de Baco imaginando futuros escanciamientos de vino de la tierra. También se hacía presente la roja zorza dentro de enormes empanadas. La emoción era incontrolable cuando llegaba el turno de embutir dentro de las tripas frescas. Chorizos, chanfainas, morcillas, androllas y rechos. Cocidos, frescos, ahumados o fritos harán las delicias de la familia, acompañarán en las largas travesías, en las meriendas, en los breves intervalos de las tareas campesinas, en las interminables jornadas de los pastores.
Cocidos pensados para Pantagruel insaciable, lacones con grelos dignos de obispos, jamones asados para agasajar guerreros, pasan por los manteles otoñales en un sinfín de combinaciones, regados por buenos Ribeiros. Para un gallego un buen chorizo con cachelos ya hace fiesta, y una uña de unto en el caldo pone al afortunado comensal a las puertas del paraíso.
Por supuesto que no todo es cerdo, en esta planicie temporal que separa verano del invierno. En las tradicionales ferias otoñales, las pulpeiras son las reinas, druidesas oficiando delante de sus calderos de cobre, con tijera en ristre para dejar caer en segmentos caprichosos los tiernos tentáculos sobre los platos de madera, que se engalanan en un suspiro (como para ir de boda) con pimentón y aceite de oliva y el paisano lo saborea a la sombra de un castaño, entrecerrando los ojos, soñando con mares de grelos y lejanos horizontes.
Ya no se come tanta lamprea, de exquisita carne y rasgos de dragón bondadoso, aunque por la Terra Chá no falta la anguila para dar sabor a una empanada; pero escasean en Lugo los legendarios capones que andarán por campos celestiales borrachos de aguardiente y de luz. Otoño también es castañas, asadas o cocidas en leche, o en vino ya entrando en invierno. Y en tren de recordar sabores, higos y membrillos. Correrías entre las lechosas entrañas de las higueras, panzadas de dulce dorado como el oro que, decían, escondían los mouros en su país subterráneo.
Otoño también es Samahin, el año nuevo celta que aquí tan al sur festejamos en octubre logrando la paradoja de recordar a nuestros muertos en plena primavera, campos floridos y renacimiento.
En todo caso, cualquier encuentro de paisanos alrededor de la mesa debería culminar recitando en afiatado coro el contundente epílogo del Conxuro da Queimada: “forzas do ar, terra, mar e lume, a vos fago esta chamada: si é verdade que tendes máis poder que a humana xente, eiquí e agora, facede cos espritos dos amigos que están fora, participen con nós desta queimada (ou xantar)”. Vamos a deleitarnos con unos sencillos riñones con arroz.


Ingredientes-Riñones con arroz: 750 grs. de riñones de cerdo/ 4 tomates/ 3 dientes de ajo/ 1 vaso de vino blanco/ 1 cucharada de harina/ 1 taza de arroz/ Aceite/ Perejil/ Sal


Preparación: Limpiar los riñones, ponerlos una hora en agua con limón y sal y volverlos a lavar en agua corriente. Blanquearlos en agua hirviendo. Picar los riñones y reservar. Pelar los tomates, sacarles las semillas y picarlos, pelar y picar los ajos. En una sartén con aceite de oliva rehogar los ajos, cuando comiencen a dorar añadir la harina y revolver hasta que tome color, incorporar el vino, evaporar alcohol, incorporar los tomates, dejar cocer a fuego lento unos quince minutos, incorporar los riñones y seguir la cocción diez minutos. Aparte, en una olla con agua y sal, cocer el arroz 20 minutos. Servir en cada plato el arroz en forma de corona y colocar los riñones con su salsa en el centro.