Opinión

Cocina Gallega

Los sinuosos ríos de tinta que convergen en las dramáticas imágenes creadas por Goya para su serie ‘Desastres de las Guerra’, o los ojos acusadores trazados por Castelao para dar vida a sus emigrantes condenados al destierro, se mezclan caprichosamente con las recientes fotografías que documentan la tragedia de una nueva guerra en Medio Oriente, específicamente  en la Franja de Gaza.

Los sinuosos ríos de tinta que convergen en las dramáticas imágenes creadas por Goya para su serie ‘Desastres de las Guerra’, o los ojos acusadores trazados por Castelao para dar vida a sus emigrantes condenados al destierro, se mezclan caprichosamente con las recientes fotografías que documentan la tragedia de una nueva guerra en Medio Oriente, específicamente  en la Franja de Gaza. Como flechas venenosas, los ojos de tantos niños sacrificados en nombre de supremos intereses nacionales nos desgarran el pecho. Tanto, que recordamos de pronto que muchos otros niños mueren en otras guerras que ya no son noticia de primera plana.
    Aunque el Lejano Oriente llevaba la delantera, y tejía una delicada cultura con finos hilos de seda, nos enseñaron que nuestra preciosa civilización Occidental nació precisamente allí, a orillas del Mediterráneo. Los cultos griegos tradujeron la Biblia, que habla de orígenes legendarios en tierras de Canaan, y cantaron sus propias hazañas; los romanos decidieron luego ser el centro del mundo y dominar a los bárbaros, a los extraños y diferentes. Y así, en una coreografía repetida, los vencedores escribieron su propia historia Universal, los cristianos perseguidos devinieron en católicos aliados del Poder, y fundamentalistas de todas las religiones decidieron eliminar cualquier competencia de su dios, el único verdadero.
    Algún alucinado escriba, siempre catalogado como hereje, recogió mitos e hilvanó para-historias que hablan, por ejemplo, de las correrías de los nietos de Noé en las tierras gallegas de Noia, o de la posible migración circular de ciertos pueblos desde Iberia hasta Palestina y de allí otra vez a Finisterre.
    Lo cierto es que todos los pueblos que luchan por la libertad claman con la misma voz, derraman la misma sangre, mueren con la misma furia, cantan con la misma tristeza. Ibrahim Nesrallah, poeta palestino, resume en un poema la historia de su pueblo: “Unos asientos de piedra / en la arena. / Aquí.desde hace siglos/ ha pasado por encima de ellos la oscuridad, / y han pasado épocas. / ¡A cuántos reyes y emperadores vieron entronar / como si el tiempo no fuera a cambiar! / Eran unos asientos orgullosos de la seda / y de las nubes de perfume, / ahora sueñan con cualquier gente, / gritan. / lloran”.
    Donde ahora reina el odio, ayer Yahvé dio a conocer las Tablas de la Ley, Jesús dio testimonio y Mahoma predicó. Allí mismo nacieron las tres grandes religiones monoteístas, de la misma tierra, la misma agua y la misma arcilla. Allí el rey Salomón vivió la sensualidad descripta en el Cantar de los Cantares. Pero también allí fue decapitado Santiago el Mayor, nuestro Apóstol, por miedo a la palabra no a la espada. Y allí los vencedores de la Segunda Guerra dibujaron nuevas fronteras y crearon el Estado de Israel. Como en nuestro 36, hermanos vieron que un mojón invisible los separaba, les indicaba el color de la camisa. Se encendió la hoguera y nadie parece tener la intención de apagarla, sí mucho odio para avivar el fuego.
    El pueblo judío conoce en carne propia lo que es vivir en el destierro, no tener país; pero el pueblo palestino también vive en la diáspora. Uno de sus mayores poetas, Mahmoud Darwich, escribió versos que alguna vez pudimos hacer propios: “Mi nación es una maleta. A fin de cuentas, hace ya años que mi nación es solo lenguaje”. El poeta había nacido en Birweh, un pueblo al norte de Galilea que fue sepultado al igual que Guernica por los horrores de la guerra, y vivió exiliado buena parte de su vida en Egipto, Libia y Francia. Por ello pudo gritar: “Volveremos a vernos dentro de un momento./ dentro de un año.dos.una generación/ ella fotografió/ veinte jardines/ y los pájaros de Galilea/ y después partió en busca/ más allá de los mares/ de un nuevo sentido de la libertad”.
    Quien haya leído las cartas que enviaban los emigrantes en los primeros años de vida en el extranjero, recordará que siempre insistían en un “regresaré pronto” que finalmente no se cumplía; el viaje se convertía en destierro definitivo y, con suerte, al cabo de una o dos generaciones alguien con la misma sangre retornaba para ver, en muchos casos, las ruinas de la casa matriz, manchas de aquellas fotografías mentales que los abuelos con nostalgia trataban de describir a sus retoños nacidos lejos, allende los mares. Conozco muchísimos casos donde con sorpresa, al llegar a Galicia, al terruño, los gallegos nacidos tan lejos pueden recorrer el pueblo, reconocer la casa y hasta recorrerla sin haberla visto nunca, con la sola descripción minuciosa e insistente de sus mayores.
    Bien, vamos a la cocina. Prepararemos una variante del cebiche, ese plato tan popular de la costa del Pacífico que tiene origen prehispánico pero se pudo perfeccionar con el aporte de las mujeres moriscas que llegaron a Perú con Pizarro.
    Otra vez el choque de civilizaciones dando sabor a nuestros platos.


Ingredientes-Cebiche caliente: 1 corvina grande (1 1/2 Kg.)/ 100 grs. de panceta ahumada/ 2 dientes de ajo/ 6 limones/ 1 Ada de aceite/ Ají picante/ Pimiento /Sal/ Pimienta.


Preparación: Sacar las espinas al pescado y cortar la carne en trozos. Poner a macerar una hora en el jugo de limón, el aceite, la sal y la pimienta. El jugo de la marinada licuarlo junto al ají, el pimiento y ponerlo sobre el pescado. Cortar la panceta en tiras finas. Envolver cada trozo de pescado con panceta asegurándola con un palillo. Llevar al horno 5 minutos y servir con una ensalada verde.