Opinión

Cocina Gallega

En este rincón del Plata, en la popular quinta provincia gallega, las contradicciones son comunes desde la misma fundación. Cuando en 1536 un atormentado Pedro de Mendoza llega a la desembocadura del inmenso río cree llegar a una tierra llena de riquezas, y encuentra que tanto naturaleza como aborígenes lo hostigan hasta destruir toda esperanza.

En este rincón del Plata, en la popular quinta provincia gallega, las contradicciones son comunes desde la misma fundación. Cuando en 1536 un atormentado Pedro de Mendoza llega a la desembocadura del inmenso río cree llegar a una tierra llena de riquezas, y encuentra que tanto naturaleza como aborígenes lo hostigan hasta destruir toda esperanza. Cuarenta años después, el hidalgo Juan de Garay refunda la ciudad y profetiza que se llegará a convertir en “la puerta de la tierra”. En 1810 todavía era una gran aldea esperando su momento de gloria. El nombre de Buenos Aires se debe a la Virgen Bonaira (del buen aire), venerada en Cagliari, Italia. Su culto fue llevado a España por los marinos sardos y se popularizó en el puerto de Sevilla. Mendoza era devoto de dicha Virgen, y por ello eligió ese nombre para bautizar a la nueva ciudad.
    Hoy los negocios de hostelería y restauración pública están mayoritariamente en manos de gallegos o asturianos, pero no siempre fue así. En tiempos de la colonia los españoles detentaban el poder y todos los privilegios, y otros se encargaban de dar de comer a sus semejantes. Se cuenta que una de las primeras casas de comida por estos lares fue la llamada ‘Fonda de la inglesa’. Su dueña, Mary Clarke, había nacido en Londres y allí fue condenada a siete años de prisión a cumplir en Australia. La leyenda asegura que Mary, mujer hermosa y de armas tomar, enamora al capitán del barco y lo mata, participando así del motín de 1797 a bordo de la fragata ‘Lady Shore’ que trasladaba 67 convictas a la prisión de Botany Bay. Ya libre, recala en Buenos Aires y regenta con éxito su casa de comidas en un puerto lleno de contrabandistas, aventureros, espías y gentes de cien mil raleas. El único restaurante digno de ser llamado así era la ‘Fonda de Los Tres Reyes’, cuya única competencia era la casa de monsieur Ramón, un chef francés que preparaba comidas para llevar a domicilio, y daba clases de cocina a los esclavos de la gente adinerada.
    Ya a mediados del siglo XIX, se populariza el ‘Café de los Catalanes’, que, pese a su nombre, fue fundado por un italiano de nombre Delfino que, en 1856 lo vende a un compatriota suyo, Francisco Migoni. Sí fue española la dueña de la ‘Fonda La Catalana’, ubicada en la planta baja de la casa de los Escalada. Allí nació Remedios, la esposa de San Martín. Según José Antonio Wilde, patrona de la fonda era rubicunda, bien agraciada y servía comidas españolas con gran esmero, siendo memorables sus callos (mondongo) a la catalana.
    Finalmente, a partir de 1860 comienza la emigración masiva que parece darle la razón a Garay al convertir el puerto de Buenos Aires en una verdadera ‘puerta de la tierra’, umbral de un futuro mejor. Y poco a poco nuestros paisanos comienzan a monopolizar los mostradores de estaño de bares y restaurantes porteños. A la convivencia que la comida española y francesa mantienen desde los tiempos de la colonia se suma con fuerza la gastronomía italiana y se insinúa una especial cocina porteña creadora de un nombre que es en sí mismo la mayor contradicción culinaria: la milanesa napolitana.
    El gallego se adapta rápidamente a la tierra de adopción, pasados los primeros años y al ver que el retorno se parece cada vez más a un sueño lejano, sin profesión ni estudios superiores, se dedica mayoritariamente al comercio. Pragmático, por aquello de que “lo que se elabora con harina y agua es más rentable”, se inclina por las cafeterías, pizzerías, y ¡casas de pastas! Pero en el seno del hogar la morriña es más fuerte, y en la mesa nunca falta un buen cocido, la colosal empanada, bacalao, pulpo o la gorda tortilla; el que puede y sabe destila su propio aguardiente de orujo, elabora algunos litros de vino, llena frascos con todo tipo de conservas y, en fin, trata de recrear a 12.000 kilómetros el clima de su tierra. Hace apenas unos días, un paisano al que le fue bien económicamente, octogenario, agradecido de la vida, estuvo festejando su cumpleaños con los seres queridos, y al despedirse sacó de un bolso una botella envuelta en papel de estraza y me la entregó como quien entrega un tesoro. Y era un tesoro, efectivamente; dentro del recipiente de vidrio verde con la etiqueta de coñac Ramefort 1977, palpitaba esperando ser degustado un excelente aguardiente de orujo que este buen señor destila en su casa, lejos de la mirada torva de los guardias civiles, a 60 kilómetros de la ciudad de Buenos Aires que lo vio llegar esperanzado hace 56 años. Sin duda, gracias a tantos paisanos como él la cultura gallega está más viva que nunca a orillas del inmenso río donde, como aseguró Borges, un día se hundieron las proas para fundar la patria. Vamos a elaborar una fresca ensalada para mitigar el calor de este verano porteño. Feliz año 2009!


Ingredientes-Ensalada de verano: 500 grs. de abadejo/ 2 endibias/ 150 grs. de frutillas/ 50 grs. de frambuesas/ 12 cerezas/ 3 naranjas/ 50 grs. de jengibre/ Caldo de pescado/ Jugo de 1 naranja/ 2 cdas de vinagre de manzana/ 1 cda de aceite de avellana/ 3 cdas de aceite oliva/ Sal/ Pimienta.


Preparación: Hervir los lomos de abadejo cortados en cubos en el caldo de pescado unos 10 minutos. Dejar enfriar. Limpiar las frutillas, frambuesas y cerezas. Cortar, lavar y escurrir las endibias. Pelar el jengibre, cortar en finas láminas y dorar en el aceite de oliva. Preparar una salsa para aliñar con el jugo de naranja, el vinagre de manzana, el aceite de avellana, sal y pimienta. Montar la ensalada con la escarola y el pescado, decorar con los frutos rojos, rodajas de naranja y láminas de jengibre. Aderezar con la salsa y servir.