Opinión

Cocina Gallega

Los pueblos antiguos daban por cierto que el fin de la tierra de los vivos y el límite del Mar Tenebroso, el reino de Plutón que habitaban los muertos, se encontraba en el territorio de la Galaecia romana. Pero en la mitología celta en el Atlántico Norte también se encontraba la mágica isla de Avalon hacia la que navegaban en su último viaje los más valerosos guerreros incluyendo al rey Arturo.

Los pueblos antiguos daban por cierto que el fin de la tierra de los vivos y el límite del Mar Tenebroso, el reino de Plutón que habitaban los muertos, se encontraba en el territorio de la Galaecia romana. Pero en la mitología celta en el Atlántico Norte también se encontraba la mágica isla de Avalon hacia la que navegaban en su último viaje los más valerosos guerreros incluyendo al rey Arturo. Los cristianos tomaron la leyenda y ubicaron a San Brandan, monje irlandés del siglo VI d.C. navegando ocho años por el misterioso mar en busca del Paraíso. Siguiendo señales celestiales llegaron a Galicia muchos hombres y semidioses cautivados por sus leyendas. Hércules fue para matar al gigante Gerion y apoderarse de sus vacas doradas. Griegos y troyanos fundaron Anfiloquia (Ourense), Tyde (Tuy) y la mítica Dunyo que desapareció sepultada por las olas del temido Mar Tenebroso. En Noya asegura la leyenda que desembarcaron descendientes de Noé escapando del Diluvio Universal. La tradición enseña que las estrellas de la Vía Láctea señalan con precisión el camino para llegar al Finís Térrea.
Dicen que antiguas creencias empujaron a hombres solitarios y pueblos enteros a buscar en el lejano Occidente el secreto de Dios en las orillas del Mar de los Muertos. Que allí los errantes celtas detuvieron su marcha y se asentaron, se mezclaron con los nativos y adoptaron la nueva tierra como propia hasta la llegada de las legiones romanas.
Curiosamente los naturales de esas tierras que fueron la meta de tantos buscarían luego otras rutas y otros horizontes para hallarse a sí mismos, para ser felices. Pero un lazo misterioso los mantuvo ligados a su terruño por muy lejos que fueran sus ansias, y siguieron fieles a sus tradiciones, conservaron sus costumbres, no sólo su música, su lengua, sus bailes; también la producción de alimentos y recursos propios de las aldeas de origen se trasladaron al país de acogida. Cuestiones que en las grandes ciudades gallegas se tiende a olvidar e incluso son desconocidas por las nuevas generaciones que en el mejor de los casos visita las despobladas poblaciones rurales en plan de vacaciones. La tradición está conformada con el espíritu ancestral de las creencias y normas transmitidas de una a otra generación. Es una lástima que en pocos años nadie hable de magostos, maios, matanza del cerdo, rapa das bestas, caza del lobo ni se recurra a la queimada para curar los males del alma, temibles meigallos.
Por su magia y su misterio a Galicia se la llama ‘terra meiga’. Pero nuestras meigas, al contrario de las brujas dedicadas al mal, solían ser amables, bonitas, hasta buenas, aunque luego la Inquisición opinara lo contrario y llevara a miles de mujeres a la hoguera.
Las mouras, por ejemplo, ayudaban a los paisanos a encontrar fabulosos tesoros escondidos; las aureanas, jóvenes habitantes de los ríos, traían buena suerte a quienes las veían, y ayudaban a los afortunados a encontrar en las aguas cristalinas pepitas de oro. Las sabias ancianas eran bondadosas y curaban enfermedades. Hasta nuestras Santas Compañas son simpáticas ánimas que no se resisten a abandonar sus heredades y alejarse de sus seres queridos.
La palabra tradición deriva del latín ‘tradere’, y significa donación o legado. Es lo que identifica a un pueblo y le da identidad, lo diferencia de los demás, algo propio y profundo, un conjunto de costumbres que se transmiten de padres a hijos. De esta manera cada generación recibiría el legado de las que la antecedieron y colabora a su vez aportando lo suyo para donar a las futuras. Así que la tradición de una nación constituye su cultura popular y se forja en las costumbres de cada pueblo.
El pueblo gallego emigrante embarcó con sus tradiciones y las transmitió a sus hijos y nietos, garantizó que Galicia, nuestra cultura, no desaparezca  el día que la barca lleve al último desterrado a la isla de Avalon, al norte de las Rías, un poco mas cerca del paraíso. Juana de Ibarbouru, hija de emigrante, en un poema juvenil con el sugestivo titulo de ‘Morriña’ citado en el blog de María González Rouco, habla de una patria desconocida, legado de su padre que le recitaba versos de Rosalía de Castro con estas palabras: “Si algún día a ti llegara/ quiero sentirme, Galicia/ recibida por tus gaitas/ en un crepúsculo lila/ de violetas y de malvas/ de jacintos y glicinas.// Tengo tu aire en el pecho/ como una dicha vecina”.
No tenemos aquí un Sargadelos para crear cerámicas enxebres, pero hay quien elabora encajes como en Camariñas y muchos cocinamos a la luz de la misma luna en esta orilla del Río de la Plata.


Ingredientes-Conejo en escabeche: 1 conejo grande / 1 cabeza de ajos / 2 hojas de laurel / 2 ramitas de perejil / 5 granos de pimienta negra / 1 cebolla / 1 zanahoria / 1 limón / 2 cucharadas de vinagre / 2 tazas de aceite / Sal / 1 copa de vino blanco.


Preparación: Limpiar y trocear el conejo por las coyunturas, cuidando de separar posibles astillas. Ponerlo en una cazuela con un poco del aceite y dorarlo por todos lados, añadir la cebolla picada y una copa de vino blanco. Incorporar la zanahoria previamente blanqueada y cortada en juliana. Dejar cocer unos minutos y echar el resto de los ingredientes incluyendo el jugo del limón, cubrir con agua caliente. Tapar y cocer a fuego lento una hora y media, hasta que la carne esté tierna. Dejar enfriar y esperar 48 horas antes de consumir a temperatura ambiente.