Opinión

Cocina Galega

“Para vivir mejor, hay que optar por las pequeñas utopías de todos los días”, reza el título de una entrevista de Claudio Martyniuk a la historiadora argentina, radicada en España, Marisa González de Oleaga, que publicó el diario ‘Clarín’.
“Para vivir mejor, hay que optar por las pequeñas utopías de todos los días”, reza el título de una entrevista de Claudio Martyniuk a la historiadora argentina, radicada en España, Marisa González de Oleaga, que publicó el diario ‘Clarín’. Uno piensa en utopías y se remonta al pasado, a tiempos heroicos, épicos; cuando el mundo era más pequeño y los hombres más grandes, llenos de ideales, con la fuerza suficiente para trasponer la cercana frontera de su terruño y construir caminos sobre tierra virgen, inexplorada y misteriosa, fundar y dirigir comunidades perfectas; arremeter, en suma, contra molinos de viento, gobernar con sabiduría y harto apetito la Ínsula Barataria pergeñada por la febril imaginación de Cervantes, recuperar el Santo Sepulcro del dominio moro. Pero el periodista entiende que también “la carga de frustración que rodea el presente es muchas veces compensada por la imaginación utópica. Y no siempre esa utopía queda sin realizar. América Latina ha sido especialmente atractiva para las experiencias utópicas, algunas efímeras y olvidadas, otras más extensas e influyentes”. Y González de Oleaga apunta que “para el imaginario español, América Latina ha representado lo ubérrimo (abundante) y lo femenino. Pero esto empieza a cambiar a partir de la Segunda Guerra Mundial. Cuando uno habla ahora en Europa de la región aparece la idea de continente maltrecho, la miseria, el narcotráfico, la violencia…”.
Sin embargo, los navegantes que se atrevían al Mar Tenebroso, trazaban su propio horizonte al aferrarse a la idea de encontrar otros mundos más allá de los límites conocidos, y sólo soñaban con hacer fortuna, acceder a los privilegios de la clase dominante con el peso de sus lingotes de oro. Y si bien, efectivamente, encontraron en África y América inmensas riquezas debieron imponerse a todo tipo de adversidades para conquistar los nuevos territorios; la ambición desmedida hizo que en la mayoría de los casos utilizaran métodos inmorales, y cometieran crímenes horrendos. Luego, los colonizadores (sin armas) reprodujeron las características de su tierra de origen (en una Europa arrasada por guerras y hambrunas) en condiciones más que favorables para los más audaces. Finalmente los emigrantes fueron llamados por los gobiernos latinoamericanos con la idea de “mejorar la raza y progresar”, inspirados los gobernantes de turno, tal vez en el concepto de “civilización o barbarie”. Muchos llegaron engañados, con promesas de tierras fértiles, buenas condiciones laborales, herramientas, semillas, respeto por su idiosincrasia y religión. Los galeses, por ejemplo, piensan encontrar en la Patagonia un paraíso terrenal, un vergel tropical, y de pronto desembarcan en un inmenso desierto, un territorio todavía litigioso, y a pesar del esfuerzo no logran consolidar un proyecto que mostró enseguida un gran éxito económico, asfixiados por un gobierno que se apropia de los logros de estos pioneros y prácticamente destruye las dinámicas colonias.
La dichosa utopía, término concebido por Tomás Moro, tal vez inspirado en la República de Platón, y que designa la proyección humana de un mundo idealizado, terminó siendo para los emigrantes (con perdón del Manco de Levanto) un remedo de ínsula con una sociedad ideal; fue, en definitiva, la pieza de un conventillo con familias hacinadas, colas interminables en los retretes, trifulcas y abusos cotidianos, una realidad más cerca de la distopia, una sociedad perversa, que del mundo perfecto que se imaginó en noches de insomnio esperando el momento de zarpar hacia lo nunca visto, lo posible.
En su momento de esplendor y poderío económico, el colectivo gallego en Buenos Aires (ciudad no en vano denominada “quinta provincia”), debió sentir que había creado con éxito su personal Utopía. La enorme crisis económica en Argentina dio por tierra con la esperanza. Dos descendientes de gallegos (Alfonsín y De la Rua), uno de sirio-libaneses (Ménem), y otro de centro europeos (Kirchner) encallaron el barco. ¡Vaya paradoja!
Hoy necesitamos sentirnos dignos de la vida que nos tocó vivir, lejos de la patria, errantes en territorios siempre extraños, esquivos, difíciles de abordar; hoy, más que nunca, debemos ser custodios de la milenaria cultura que nos legaron nuestros mayores, faro para las nuevas generaciones que intuitivamente quieren recobrar lo que se perdió por temor a ser señalados como diferentes, “marcados” por los paladines de la apatía.
En el puerto de Vigo y en puerto Madero ya no se derraman las lágrimas magistralmente atrapadas por la pluma de Castelao, ni se canta como el Marqués de Santillana “Recuérdate de mi vida, / pues que viste/ mi partir e despedida/ ser tan triste”.
Ingredientes-Pierna de cordero con arroz azafranado: 1 pierna de cordero/ 1 taza de arroz/ 1 cebolla/ 1 taza de puré de tomates/ Azafrán/ Aceite de oliva/ Sal/ Pimienta/ Tomillo
Preparación: Cortar la pierna de cordero en trozos de 3 centímetros de grosor. Calentar el aceite en una sartén grande y sellar la carne a fuego vivo. Añadir la cebolla cortada muy fina, tapar y cocer hasta que la cebolla esté tierna. Salpimentar, incorporar la rama de tomillo. Mezclar el puré de tomates con una taza de agua tibia y echarlo sobre la carne. Bajar el fuego y dejar cocer una hora. Aparte, cocer el arroz y añadirle el azafrán, escurrir y disponer en el centro de los platos, rodearlo con las ruedas de cordero que se cubren con la salsa.