Opinión

Cocina Galega

La memoria juega con nosotros, y a menudo creemos estar viviendo historias ajenas, no pocas veces ganamos batallas que nunca se pelearon, nos duelen heridas de héroes imaginados con nuestro propio rostro barnizado de niebla y asombro.

La memoria juega con nosotros, y a menudo creemos estar viviendo historias ajenas, no pocas veces ganamos batallas que nunca se pelearon, nos duelen heridas de héroes imaginados con nuestro propio rostro barnizado de niebla y asombro. Creo haber leído por primera vez en un libro de Lin Yutang, el mismo que se horrorizaba en Londres por el salvajismo de los occidentales que comían cuchillo en ristre enormes trozos de res asada, aquello de “nunca te bañas en el mismo río”; ¿o fue en algún aforismo de Rabindranath Tagore?, seguramente en alguna trasnochada velada de poesía y ginebra. En cualquier caso, volví a leer la famosa sentencia en una nota escrita por la ensayista rusa Svetlana Boym (emigrada muy joven a Estados Unidos y profesora en Harvard), donde recoge una historia publicada en un periódico ruso tras la caída de la Unión Soviética, y la apertura de las fronteras. Aprovechando la caída del Muro de Berlín, un matrimonio alemán viaja (regresa) para visitar la ciudad natal de sus padres, Königsberg, antigua ciudadela medieval habitada por poderosos caballeros teutones. Los años de estalinismo no habían pasado en vano: “…una sola catedral gótica sin cúpula, por la que la lluvia bañaba la tumba de Emmanuel Kant, seguía en medio de las ruinas del pasado glorioso de la ciudad. La pareja alemana dio vueltas por la ahora llamada Kaliningrado sin reconocer demasiadas cosas hasta llegar al río Pregolya, donde el perfume de los dientes de león y el heno les trajo el recuerdo de sus padres. El ahora anciano se arrodilló emocionado ante el río del que tanto le habían hablado en su infancia para lavarse la cara con las aguas natales. Tras un aullido de dolor, se alejó de “su” río con la piel ardiendo. Pobre río, reflexionaba el periodista testigo de la escena, imaginen cuanta basura y desechos habrán sido arrojados en él…”.
Está claro que el cronista no siente compasión por las lágrimas y desilusión del alemán retornado a su lugar de origen, seguramente porque la nostalgia es una emoción individual, algo totalmente intransferible. Boym define muy bien algo que todo emigrante sufre sin remedio: “…mientras que la añoranza y el sentimiento de perdida pueden compartirse, no ocurre lo mismo con las imágenes concretas del pasado, que se eligen en interés de (preservar y fortalecer) una identidad…”.
Sin duda, el matrimonio de la historia que rescata la artista rusa, no sentía nostalgia de la ciudad natal de sus ancestros, sino de los relatos infantiles. Y el hombre quiso en un gesto ritual atrapar la esencia de ese río que siempre pensó como propio, y ya no existía más que en su memoria. Es común que los emigrantes que regresan aunque sea transitoriamente busquen un hogar que tal vez no existió más que en la imaginación de unos padres aferrados a dolorosas imágenes tópicas.
Nuestra particular nostalgia, la morriña, no nos tiene que atar a la época de la infancia, los sueños dorados; ni nos tiene que impedir insertarnos en el futuro, el porvenir; acceder a la modernidad y el progreso. Tampoco se puede profundizar la antinomia “local” y “universal”, residente o ausente, en un intento interesado por cualificar la “galleguidad” de cada uno de nosotros, por ocupar un lugar más o menos importante en los capítulos de la historia contemporánea del país que está por escribirse.
Es un hecho que la globalización, y no es paradoja, fomenta el apego al terruño; en este contexto la morriña sería como una coraza contra la cultura global y los constantes y profundos cambios históricos que apenas nos permiten sorprendernos, adecuarnos a una realidad cada vez más renuente a instalarse en nuestras vidas. “La historia se repita, primero como tragedia, luego como farsa…”, dijo el mismísimo Marx hace un siglo. En plena revolución industrial y auge de las emigraciones masivas.
Muchos de aquellos primeros emigrantes irlandeses, judíos de Rusia o una empobrecida Europa Central, gallegos y asturianos, adhirieron al silencio, decidieron no hablar del pasado y llevar su duelo de desterrados con dignidad y envuelto en estricto silencio que ni los hijos podían violar. Se imponían el castigo de no mirar atrás para no sufrir el castigo divino que paralizó los ojos y el corazón de la mujer de Lot. De aquello no se hablaba, no existía la perdida, solo el futuro en el nuevo hogar donde los retoños crecerían sanos y fuertes. Pero para combatir la morriña que se acurrucaba sin remedio debajo de la piel, poco a poco reconstruyeron lejos de la Tierra sus particulares versiones de la Torre de Hércules, se recordaron los relatos oídos en la infancia, vieron la luz fotografías escondidas en la profundidad de arcones negados, renació la música, y los bailes movilizaron al individuo para agruparse, convertirse en custodio de las tradiciones, cocinero de aromas y sabores ancestrales. Recordando el naranjo de mi casa natal a orillas del Sil, voy a la cocina a enhebrar recuerdos que compartiremos en la mesa.


Ingredientes-Pastel de naranja: 250 grs. de manteca/ 250 grs. de azúcar/ 1 taza de jugo de naranja/ 4 huevos/ 1 cucharadita de vainilla/ 2,5 tazas de harina leudante/ 1 cucharadita de polvo de hornear/ 1 cucharadita de bicarbonato de sodio/ Ralladura de una naranja/ 50 grs. de nueces/ 2 naranjas en gajos (sin la semilla).


Preparación: Mezclar bien la manteca y el azúcar, añadir el jugo de naranja, los huevos y la vainilla. Cernir juntos la harina, el polvo de hornear y el bicarbonato. Incorporar poco a poco a la preparación anterior batiendo hasta formar una crema espesa. Incorporar la ralladura de naranja, las nueces muy picaditas y los gajos de naranja. Volcar todo en un molde enmantecado y llevar a horno 180º una hora. Dejar enfriar 15 minutos, desmoldar y llevar a la heladera. Al servir cubrir con un caramelo de azúcar y jugo de naranja.