Opinión

Cocina Galega

En el Museo Nacional de Estocolmo se puede ver un cuadro del pintor Ernst Josephson que nos resulta familiar.

En el Museo Nacional de Estocolmo se puede ver un cuadro del pintor Ernst Josephson que nos resulta familiar. Se llama ‘Herreros españoles’, y en él se puede admirar un excelente ejercicio plástico con tratamiento magistral de luces y sombras, o conmoverse pensando en las historias de unos mozos que sonríen desde la puerta de una precaria chavola vestidos con harapos; detrás de ellos una anciana vestida de negro también sonríe forzada a la mirada del espectador. No se dónde fue pintado, o dónde recogió la imagen Josephson, si en Andalucía o en un suburbio de Estocolmo; en este último caso se trataría de emigrantes tratando de encontrar un futuro mejor lejos de sus tierras soleadas pero yermas. Cruzando el Atlántico, en el Whitney de Arte Americano, hay una obra de Reginald Marsh titulada ‘¿Por qué no toma la Línea E?’, donde un hombre semidormido sobre un banco de estación, y dos mujeres, una cerca del hombre y otra de pie leyendo un periódico, esperan en un día de intenso frío un tren que tal vez no llegue nunca. Por los rasgos, se puede pensar que son tres inmigrantes irlandeses desocupados, inmersos en la utopía del sueño americano. Aquí mismo, en esta orilla del Río de la Plata, quien se acerca a Morriña y visita nuestro Museo del Emigrante Anónimo puede ver fotografías de paisanos con ropas raídas, similares a las que llevan rumanos, albaneses o africanos cuando logran ingresar a España. Hombres y mujeres pobres a todas luces, pero con una dignidad en la mirada que mete miedo, niega cualquier posibilidad de fracaso. Los telones al uso en los estudios fotográficos, no parecen significar nada para esos seres que han quemado las naves, y afrontan valientes un futuro, no por impuesto menos soñado.
Claro, todos queremos tener como antepasados a héroes, generales, cardenales, ministros; escudo de armas e historia plagada de éxitos. Un tío subido a un caballo blanco blandiendo la espada, y no un humilde paisano con su maleta de cartón en una mano y la boina estrujada en la otra. Por ello muchos intentan poner debajo de la alfombra los días amargos de la emigración masiva, borrar el nombre de los que “se fueron” del árbol genealógico que comienza a florecer con títulos universitarios, cargos en directorios o en diputaciones.
Pero no hay cultura sin pasado. Leyendo un artículo publicado en ‘El Progreso’ en 1993 sobre las castañas, el autor (¿será Pepe Iglesias?, no figura firma en el impreso que llegó a mis manos) relata que intentando reunir bibliografía para el artículo buscó en la afamada Enciclopedia Gallega la palabra castaña y se sorprendió: el alimento base de nuestra gastronomía antigua antes de la llegada de la papa no figuraba en ninguno de los treinta tomos. Y enseguida se pregunta el periodista: ¿No opinan que productos tan autóctonos que dan pie a fiestas populares como el ‘magosto’, debería al menos estar reseñados en una obra que dice hablar de nuestras costumbres? Y él mismo responde: lo que ocurre es que todavía hay muchos intelectuales para los que la cultura es pasearse por la Plaza España con varios libros reaccionarios debajo del brazo. Yo creo que cultura también es recordar aquellos días en que en esa misma plaza, en cada esquina, había una castañera que gritaba “¡Calentitas, calentitas…!”. Son recuerdos de bolsillos calientes y cara fría, de aquellos otoños que los mayores dicen que han cambiado, de aromas a leña y al fruto tostado que me hacen recordar los versos de García Lorca: “Las castañas son la paz del hogar. Cosas de antaño, crepitar de leños viejos, peregrinos descarriados”.
El breve artículo culmina con una cita del doctor Lobera, que en el siglo XVI reconocía el poder nutritivo de la castaña, el carácter de producto necesario para la supervivencia humana en épocas de tanta escasez que animales y hombres solían disputar el mismo alimento. Decía el médico de su Majestad: “Las castañas son calientes en medio del primer grado, y secas en el segundo; y son mas fáciles de digerir que las bellotas y son de más mantenimiento”. Y, al puntualizar su uso en medicina aclaraba que “aprovechan para las mordeduras de las personas (sic) y de perros rabiosos; y si con harina de cebada y vinagre se mezclaren a manera de emplasto, aprovechan a las mujeres que tienen las tetas hinchadas”. Los franceses intuyeron pronto que las castañas gallegas eran las mejores del mundo y las importaban a su país para elaborar sus deliciosos ‘marrons glacés’, que seguramente aprovechaban, de otra manera que a las pacientes de Lobera, a damas y damiselas allende los Pirineos.
Camino a los fogones, el amigo Ruy Farias me hace llegar una mala noticia: falleció el Dr. Antonio Pérez Prado, médico, escritor, defensor de la cultura gallega en la diáspora; buena persona, autor de ‘Los gallegos y Buenos Aires’, un libro insoslayable a la hora de estudiar la emigración gallega al Río de la Plata. Inagotable fuente de anécdotas e historias, siempre lo recordaremos como se recuerda al amigo: con una sonrisa.


Ingredientes-Guiso aldeano: 1 Kg. de pechito de cerdo / 150 grs. de alubias / 200 grs. de macarrones / 250 grs. de papas / 1 cebolla / 2 dientes de ajo / Aceite de oliva / 1 cdita. de pimentón / 2 huevos cocidos.


Preparación: Darle un hervor al pechito para desgrasarlo un poco, separar las costillas. Poner una cucharada de aceite, rehogar la cebolla picada, añadir las costillas, dar unas vueltas para sellar e incorporar las alubias (en remojo desde la noche anterior). Cubrir con agua y dejar cocer una hora a fuego lento; agregar las papas cortadas en cubos, seguir la cocción otra media hora y echar los macarrones. Aparte, dorar los ajos en láminas en un poco de aceite, retirar del fuego y añadir el pimentón. Mezclar bien y verter sobre el guiso. Seguir la cocción hasta que la pasta esté un poco pasada de punto. Servir espolvoreando el huevo picado por encima.