Opinión

Campaña

Critiqué, en el anterior número de este semanario, la corrupción implícita de un sistema que pretende llamarse democrático pero sólo pone ante el ciudadano a dos candidatos de los dos grandes partidos (los demás son enterrados), que son precisamente los que apenas se diferencian entre sí, sólo en asuntos estéticos.
Critiqué, en el anterior número de este semanario, la corrupción implícita de un sistema que pretende llamarse democrático pero sólo pone ante el ciudadano a dos candidatos de los dos grandes partidos (los demás son enterrados), que son precisamente los que apenas se diferencian entre sí, sólo en asuntos estéticos. Es cierto que todo el sistema bipartidista se protege para favorecer, por encima de cualquier gasto social vendido a bombo y platillo, a los grandes tiburones de la economía (eliminación del impuesto de sucesiones, fiscalidad regresiva en general, absoluta indefensión del consumidor ante las empresas) pero también es cierto que, atendiendo a nuestra inquietud política, los españoles no merecemos un mundo mejor. El político medio no es más que una consecuencia del español medio. Cómo es posible, me pregunto, que cientos de miles de votos se puedan decidir por simpatías o antipatías, por corbatas más o menos ceñidas, o si se quiere por tener más o menos facilidad de palabra, sea cual sea la idea de fondo que se argumenta en un plató de televisión donde sólo hay dos locutores. Ser ciudadano libre y con derecho, con mayúsculas, es un premio de la democracia que pocas veces ha sucedido en la Historia de la Humanidad, pero también una obligación ‘revolucionaria’ de mantener vivo y fuerte un modelo de convivencia que siempre trata de ser pisoteado por los poderosos.