La ciudad peruana de Puno y las andanzas del Conde de Lemos
Los aconteceres de la ciudad peruana de Puno dan comienzo en la segunda mitad del siglo XVII, cuando llegó a la región don Pedro Antonio Fernández de Castro, esto es, el célebre Conde de Lemos y Virrey del Perú, a fin de reprimir las revueltas y conjurar las insubordinaciones de los Salcedo, propietarios de las prósperas minas de Laycacota. “Hasta entonces –me comenta el señor Aurelio Miró-Quesada–, Puno era sólo un asiento pequeño, tendido, como otros tantos, en la ribera del Lago Titicaca, y cuyas modestas habitaciones se cubrían con techos altos y pesados de paja, para protegerse del viento y el frío cortante de la puna, el conocido ‘mal de altura”.
Entidad mayor tenían, desde luego, las poblaciones de Chicuito y Juli, Pomata y Zepita, Acora e Ilave. Y muy próxima, San Luis de Alva, núcleo de aquella zona por completo dominada por los ricos mineros andaluces. Mas el Conde de Lemos, oponiéndose a esa supremacía, al llegar a Lima a fines de 1667, en junio del año siguiente, se embarcó para el Sur con la idea de darles un escarmiento. José y Gaspar de Salcedo, por algunas informaciones, una de ellas a través de una india, enamorada de José, habían descubierto la existencia de unas minas de plata de una riqueza fabulosa e inagotable. Arrogantes, los Salcedo extendieron su influencia incluso ante los “Oidores” de la Audiencia de Lima. Así, pues, en junio de 1668 se embarcó en el Callao, dejando como encargada del gobierno a su esposa, doña Ana Francisca Hermenegilda Justina Josefa Benita Vicenta de Borja y Centellas Doria y Colonna, la única mujer que ha ejercido mando oficial en el Perú.
La historia –y la leyenda ha amplificado el relato– nos narra cómo cumplió el Conde de Lemos su misión. Al parecer, cuando alcanzó San Luis de Alva, pasó a caballo junto con su comitiva por una calle que José de Salcedo había hecho pavimentar con barras de plata, y que iba desde la entrada misma de la ciudad hasta su propia casa. El Virrey, inflexible, se fue rodeando de una enorme ola de rumores e intrigas. Huérfanos de “gacetas”, las anchas paredes de San Luis sirvieron para ir acicateando y publicando un severo “diálogo”. Al igual que la amenaza que leyó en Huaura el Virrey Blanco Núñez Vela, y a semejanza de las frases que en los muros del Palacio de Lima se iban a cambiar más tarde, en los tiempos del Marqués de Castelfuerte –“Este carnero no topa/ a su tiempo topará”–, así también un día apareció en la morada del Virrey esta inscripción: “Conde de Lemos,/ amainemos,/ o, si no, veremos”. A lo cual el Conde respondió en la misma forma: “Mataremos,/ ahorcaremos,/ y después veremos”.
Pues, en efecto, el 12 de octubre de 1668 la sentencia –firmada por el Conde de Lemos y el “Oidor” García de Ovalle– ordenó dar muerte y colgar en la horca a José de Salcedo, además de otros cuarenta de los suyos, secuestrando sus bienes para la Corona de España. Asimismo, quemaron y arrasaron San Luis de Alva, cuyos habitantes se vieron forzados a pasar entonces al pueblo de San Juan Bautista, el cual tomó el nombre de San Carlos de Puno, como homenaje a Carlos II, renombrado “el Hechizado”, de patética historia y música operística de Giuseppe Verdi.
“He ahí la casa del Virrey Lemos, el granito rosa de la Iglesia Catedral –me indica don Aurelio–. Vamos ahora al muelle, al borde del Lago Titicaca”.